VIVIR CON LAS PUERTAS ABIERTAS




Puerta azul con candado
Puerta azul con candado

Las puertas de algunas casas no tienen placas, sino inscripciones, y rasguños, y agujeros, y están algo necesitadas de unas cuantas manos de pintura, para redimirlas del tiempo. Por las cancelas salimos con una actitud y regresamos con otra diferente. Al entrar, casi siempre, caemos en la cuenta de que se nos ha olvidado algo. Por eso, con tal de que no sepamos si entramos o salimos, quizás lo más conveniente sea vivir con las puertas abiertas y, así, atravesar el umbral igual que atravesamos el túnel del tiempo, que no hace falta llave (se aconseja llevar una moneda).

He llegado hasta el banco que hay junto a la fuente y me he sentado. Durante todo ese tiempo, la luz ha ido cambiando: de tono, de intensidad… Y no he cesado de mirar el árbol que hay cerca, que, por cierto, no tiene nombre ni número. Es anónimo, como los buenos poemas. Y los campos tampoco tienen nombres; ni tan siquiera apellidos. Solo cuando los sembrados y los barbechos y los viñedos se juntan para formar una tierra común, es cuando los campesinos buscan una palabra en su acervo para bautizarla. El nombre elegido, se desdobla en la llanura como un lienzo gigante hasta donde alcanza la vista, siendo atravesado por sendas y caminos polvorientos por los que transitan los rebaños desbrozando ribazos y terrenos de labrantío. La Hoya Gualí, entre la meseta y la depresión del río Júcar; íberos y romanos, zona de reconquista allá por 1214 en tiempos de Alfonso VIII. Me gusta ese nombre, que parece querer unir todas las culturas. Adoro las palabras. Y esos lugares que tenemos tan cerca y que pasan desapercibidos, en nuestro entorno: el Charco Lagreda, La Calera, La Tamarosa, Viaril, el Primer y el Segundo Altillo… Y el árbol sin hojas de la Casilla de Lucero. No es que esté muerto; lo que está es solo. Y por eso debemos visitarlo, para robarle la soledad y hablar con él. Seguro que, de esa manera, se recupera muy pronto. Sin olvidarnos de esos pinos solitarios que se elevan al cielo junto al Corral de Querubín. Parecen los faros de estos mares, de estos acantilados de tierra y silencio contra los que rompe el olvido. Los pinos vigilan el destino, porque aquí, en La Manchuela, hay un idilio entre lo silvestre y lo sumiso, aprendido de la Historia. Cuando salgo de paseo, me gusta detenerme aunque sea para pensar en cosas insignificantes. Eso me relaja. Aquí puedo sentirme un poeta, porque, tanto un príncipe como un vagabundo, pueden llegar a ser juglares. También una mujer venida de provincias, que fue cómo tituló Umbral el prólogo o introito de un poemario de Blanca Andreu. Y los rapsodas malditos, que hablaban en francés. Y los del XVII, muy líricos, pero que escribían para la posteridad, y ese lastre les quitaba cierta libertad.




Cortinilla de pueblo


Sentado cerca de la fuente, bajo la sombra del árbol, soy capaz de recitar de memoria la carta que escribí anoche a quien corresponde, cuando el deseo me empujaba a conquistar la vida de nuevo, de tal modo que, hubo un momento, en plena redacción, que llegué a tutear a los ángeles, tan incrédulo como soy. Cuando estaba en mitad de la carta y en la mitad de su cuerpo, la herida se convirtió en luz. Es lo que tiene embelesarse con un sentimiento. Cuando te embelesas, la mirada suele quedarse fija en el horizonte como si estuvieras "ido" y tu ropa comienza a oler de manera diferente, y el corazón hace sangre como si fabricara orujo, y la literatura deja de estar quieta: uno no puede dejar de  escribir si quiere  sujetar los sentimientos. 

Sobre la mesa hay una libreta para llenarla de palabras, y un nombre y un cuerpo que brilla ayudado por el sol de la mañana.  Y si me asomo dentro, salgo lleno de felicidad. Y crecen los tallos, tan esbeltos, a esas horas, y la tinta se pone roja, y desayuno con una rubia o una morena a la que mojo en el tiempo como si mojara una magdalena en el café con leche para después salir a pasear cogidos del brazo entre esos árboles en flor a los que les gusta imitar a la primavera, que se pasea por  los campos seduciendo a los cerezos y a los almendros hasta que los preña de vida, llegando a florecer y creando una maravilla más de la naturaleza. Y a continuación se toma  un vermú sobre las hojas de todos esos árboles florecidos donde a diario se reúnen  los machos y las hembras  en plena algarabía para ensayar  el papel de enamorados, igual que yo, igual que todos, porque la vida, de vez en cuando, se inventa un sentimiento irresistible en el intento de frenar nuestra huida a uno de esos paraísos que no existen. Y lo hace de la mejor manera que sabe. Y entonces, coge y se inventa  un  sentimiento, por si eso nos convence. Y de pronto, nos vemos encadenados al verso, al amor y a la belleza, porque es la forma que tiene la primavera de decirnos que nos quedemos aquí y que sigamos luchando. Pero, casualmente,  no estamos en la archiconocida estación de Vivaldi,  sino a un tris de que comience el invierno, que suele ser una estación más fría, lluviosa y reservada, por no decir tímida, y cuya partitura es menos conocida  y alegre y, entonces, las posibilidades se reducen  a la hora de encandilarnos. Así que  lo único que se me ocurre..., es que nos dejemos llevar..., y que nos deslicemos por los copos de nieve que están anunciando en las noticias. Nunca es tarde para sentir el vértigo de los días... 




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