UN DÍA CON EL CIELO ENCAPOTADO

Paraje de La Manchuela

 

Algunas mañanas, el cielo, al cerrar su eterna cúpula para evitar ese sol que parece un huevo frito,  suele amanecer encapotado. Entretanto,  los vecinos van untando el pan de cada día, dánosle hoy, con aceite de Jaén y sus aceituneros altivos,  con Paco Ibáñez en el Olimpia de París  y el tomate rallado esperando a la tostada de pan; otros, van  mojando los picatostes en el chocolate a la taza,  que en este caso es una jícara legendaria de porcelana de La Cartuja y,  al entrar en la boca ese sabor  tan irresistible, rara es la vez que no deja un rastro a lo largo de la comisura de los labios, "pa chuparse los dedos", al limpiarse. 

Dentro de nada comenzará a caer la hoja,  esa pureza que tienen las cosas caídas, y comenzarán a emerger los hongos entre  la hojarasca del sotobosque, la misma que cubre el suelo de los pinares como una alfombra real por donde, bien temprano,  se pasean los animales más atrevidos. Caerán las hojas de los árboles y también las  del calendario, e iremos viendo  en la quietud de las cuatro paredes cómo transcurren los meses, donde además no hay nada que leer. Paredes de blanco satén, como la canción, aquellas canciones para el recuerdo, cuando la edad ya va haciendo de las suyas, sobre todo dentro de la caverna interior del ser.

Casa de piedra en Braojos

La mañana convierte al  campo en un lienzo bellísimo, cargado de historia, de reyes y reinas, donde la tierra forma  un mar de barbechos y viñas que todavía tiran “a verde que te quiero verde”, un color que siempre suele traer otra moral. Más allá, la sierra, imponente, por donde el águila sobrevuela algunas aldeas del medioevo y el silencio planea sobre la historia. De regreso, callejuelas, construcciones de gruesos muros, tras los que se oye conversar y el chirriar de la bota de vino, al yantar. Dentro, de nuevo las paredes blancas, como esculturas planas, donde se vive, o se está: ser, estar…, o tener, que no es solo una cosa de los banqueros sino propio de la usura. Tener y su gerundio, teniendo, que es un estado psicológico y ético, porque la moralidad es como un despacho en el que  nunca se encuentra el papel que se está buscando y la secretaria se encoge de hombros, dedicada a buscar sin encontrar, buscar sin estar buscando, por pura curiosidad, porque nada puede cambiar lo establecido, y menos cuatro decencias recopiladas en un libro, Moralidades, de Jaime Gil de Biedma, en el que nos habla en primera persona del singular del presente de indicativo, cuando la vida se vive tras las cuatro paredes de la casa y en donde el alma deja de pesar 21 gramos, dado que tiene que soportar el volumen del cuerpo…, de los cuerpos, de  la carne, tan exigente, y mendigar el sexo en la soledad de la noche. Maridos y esposas…, gente mendigando el sexo y un poco de cariño.  La cárcel dorada, donde se encarece la sexualidad,   a veces violenta, a veces sin deseo. El cuerpo escurridizo de la sirena que huye de Ulises, vestida con la camisa a rayas de él, pero sin ropa interior, enroscada a la medianoche, huyendo, en espera de la oferta del héroe, porque el sexo en la siesta es más barato que el de la noche. ¡Ay!, las noches…

Graffiti en una pared

 El cielo vuelve a estar encapotado. El tiempo se desliza por el tobogán de la vida. Yo anoto algunas cosillas. Me gusta buscar entre los afectos. Me entretiene bastante. Luego, todo se queda en cuatro palabras, o en cuatro hojas..., en un trazo,  en una frase, en una sola llama, en un sonido que sale de entre las piedras o del río mientras va hacia el mar. Pero, en toda búsqueda, siempre queda algo. Así,  llegada la hora,  puedo dormir sin cerrar los ojos del todo, desnudo para esconderme del mundo. No llego a poeta, pero lo intento. Palabras para ponerlas en orden, o en desorden. Vete tú a saber…