![]() |
Reserva natural Sebes |
Parece que está cambiando el tiempo. La naturaleza trae añoranzas. El lienzo que diviso no lo han pagado ni los reyes ni los papas. Es de un artista anónimo que trabaja mucho el paisaje y al que le gusta que los animales estén libres. Si el cuadro fuera de encargo, igual no le quedaba otra que pintar a un príncipe montado sobre un caballo (El príncipe Baltasar Carlos-1635). Los artistas oficiales están mayormente en el Museo del Prado, donde una dinastía le da la mano a otra sin salirse del cuadro. El lienzo de hoy emerge entre la frondosidad de los bosques, con sus riachuelos yendo hasta el lago y la magia escondiéndose entre las piedras, que de vez en cuando hablan. Las formas de la tierra cuentan historias que siempre hay que escuchar. Me giro y empiezo a descender. La belleza se queda tras de mí. De pronto, cae el silencio sobre mi espalda. Pero sigo andando. Al rato, comienzo a escuchar cómo mis pisadas se abren paso entre la hojarasca. El cuadro parece inacabado. Le falta algo, pienso. Un milano se deja llevar por las corrientes de aire en busca de alimento. Y una rama se troncha a mi paso. Sigo descendiendo. Al enfilar el valle, aparece de nuevo la belleza, que se exhibe sin recato, exuberante, con esa sinfonía verde que le hace trampas al sonido del agua que desciende, también al murmullo escondido entre la frondosidad de los pinares, y quizás al silencio, al que le gusta jugar al ratón y al gato, y esconderse en las madrigueras, y crear momentos, hasta que cae rendido y le cede el sitio a la belleza para que se exhiba. Lo hace despacio. A pesar del frescor de la mañana, a estas horas, tan llena de matices, de voces, de colorido.., tal y como lo ha venido haciendo a través de la Historia. Luego, se retira a sus aposentos. Son instantes fugaces. Y así es como ese artista anónimo va componiendo el lienzo de la mañana, tan real, tan urgente, un óleo repleto de emociones estéticas, de trazo limpio, con blancos brillantes y grandes momentos de luminosidad. Tanta belleza, trae la calma.
La belleza tras de mí,
cruzando la sutil línea roja. La belleza que nos invade, que nos cambia… La
única que nos hace ser otros, la que nos da identidad, que nos margina, y que
nos hace renunciar al desorden de las palabras, y nos ayuda a sacarlas del
barro y colocarlas en su sitio para que la escritura tenga sentido y seamos
reconocibles, porque, como diría el maestro, “una cosa es escribir bonito y
otra escribir bien”. La belleza que descansa en las cosas, en lo feo, en lo
hermoso, en lo repugnante…, que le gustaba decir a Lorca, y que nos hace jóvenes
para siempre. Lo que somos; lo que fuimos. Basta con soplar para que salga
volando el velo que cubre los años y nos deje a solas con las sombras, con la
muerte, con la vida. Y con la edad, que tiene memoria, y cierta armonía con el
cuerpo, que lo va construyendo y destruyendo, y se detiene en las manos,
y en las obsesiones (esas manías de viejos…), y nos trae, por fin, el sentido
común.
La templanza trae la belleza, la misma que nos hace
soñar despiertos. Las criaturas lo saben. La mañana radiante, entre flores,
fandanguillos y alegrías. El río que se arrastra por entre las
sierras como un reptil. La realidad se imita a
sí misma mientras tararea un aria con las aguas rebeldes que van hacia el mar.
La vida en torno a la tierra y, a la tarde, con la brisa de viento, las hojas
de los árboles revolotean enloquecidas. Son momentos. Un orden da paso a otro
orden. El valle es un cáliz encendido. Palpita un corazón rojo y el cielo se va encendido con las horas como
una lumbre eterna. Las cañas se han convertido en flautas, los juncos en arpas, y las
alamedas en maravillosos escenarios. Por toda la depresión de La Derrubiada
pululan las verdades y los hijos del tiempo. El orden natural con sus formas,
su olor…, con su magia.
0 Comentarios