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Moto Vespa roja. |
Un verano, cuando ya había anochecido, salí hacia las afueras del pueblo y, apoyado sobre la tapia de una casa de piedra medio hundida, mientras fumaba un cigarrillo de marca nacional, me puse a hacer tiempo hasta que pasara Laureano, que pasaba todas las noches a la misma hora, una vez que le había echado de comer a las ovejas. No había transcurrido ni media hora y, de pronto, como si saliera de entre la oscuridad, enfiló el camino de tierra, y pasó delante de mí dejando un saludo seco en el aire, como hacía siempre, en tanto se iba distanciando de la casa en ruinas con su moto Vespa. A lo lejos, aquel piloto trasero de la moto palpitaba de una manera intensa, viva, tanto o más que mi corazón. Me quedé mirándolo fijamente hasta que se perdió en la inmensidad de la noche, de la misma manera que se pierde el amor cuando se marcha por un horizonte extraño. Debo reconocer que después me quedé un poco huérfano, aunque me sentía bien. Decidí seguir allí un rato más, apoyado sobre aquella pared desconchada y llena de historia, solo, mudo, y fumando de pie. Pasaban los minutos y no lograba quitarme de la cabeza aquella imagen de la moto yéndose y del piloto trasero iluminando las cenizas de la noche. Aquel resplandor poderoso se quedó congelado en mi retina y en la distancia, e hizo que llenara de emociones, con la llama encendida y el cigarrillo apagado entre los labios.
Tiempo después, cuando llevaba ya unos años en Madrid, un dieciocho de marzo de 1990, también de noche, iba subiendo la cuesta de Atocha, camino del cine Doré, lugar donde se proyectaban las películas programadas por la Filmoteca Española. Aquel domingo le tocaba el turno a “El último tango en París”, ese filme pedante, esteticista y comercial, demasiado literario, algo de lo que debe huir el cine. Pero mi intención no tenía nada que ver con esta película, sino con “El cielo protector”, el último filme de su director, Bernardo Bertolucci, y escuchar en el coloquio todas esas cosas que uno espera oír de alguien al que has admirado toda tu vida, además de conocer las dificultades del rodaje, o qué supuso rodar en el desierto esa historia tan triste, basada en la obra “Té en el Sahara”, escrita por Paul Bowles en 1949..., o tal vez preguntarle si sintió de verdad vértigo al intentar llevar a la pantalla una historia envuelta por las dunas de arena…, esa alegoría espiritual donde el vacío conduce a la pareja hasta los límites de la razón. Y, llegados aquí, me gustaría hacer un inciso: casualmente, mientras se filmaba esa historia, interpretada por John Malkovich y Debra Winger, casi dos meses antes, un nueve de noviembre de 1989, había caído otro muro: el de Berlín.
Para resumir brevemente la tanda de preguntas
y respuestas, lo que nos dio a entender Bertolucci fue que el filme
estaba todavía en proceso de montaje, que era difícil hablar de esa
aventura de desencuentros de dos personas que se han amado y que querían seguir
amándose… En fin, una tertulia amena pero que no me sacaba de dudas, por
lo que, al día siguiente, un lunes, me fui a una librería y me compré el libro de
Paul Bowles para leerlo cuanto antes. Y lo
que puedo añadir a lo ya dicho, y después de ver también la película, es
que el filme es un producto bello, pero incompleto; sin embargo, la novela es
redonda, perfecta”.
Debra Winger y John Malkovich |
Me gusta
esa película por la luz, por la mimetización de los actores con los personajes
de la obra, incluso con el autor, Paul Bowles y su mujer, Jane (me atrevería a
decir que es una novela muy autobiográfica) y, sobre todo. me atrapa, como
siempre, la estética…, esos naranjas dramáticos del cine de Bertolucci.
Corría el
año mil novecientos ochenta y uno, cuando yo tenía preparada una biografía,
dividida en tres epígrafes, del cineasta nacido en Bacanelli, Parma: la
política en su vida y su cine; el psicoanálisis y la estética. Al final, no
pudo ser, y fueron Esteve Riambau y José Enrique Monterde, colaboradores de la
revista “Dirigido por…”, los que
publicaron otra biografía. Mi devoción y respeto por el cineasta, el trabajo
tan intenso y arduo que yo había llevado a cabo…, fueron razones más que suficientes que
evitaron que la dichosa biografía terminara en la basura. Y lo que realmente
hice, fue lo contrario: ponerla a salvo y encuadernarla a todo lujo, aunque
jamás viera la luz, trabajo por el que pagué dos mil de las antiguas pesetas,
que venían a ser casi un sueldo mensual, un dineral para un estudiante de
Derecho en la Universidad de Valencia, y becario. Y por ahí anda, revuelta con
mis otros libros.
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Caravana a través de las dunas del desierto |
Nada más
salir del cine Doré y estar en la calle, sentí el vértigo del silencio. Era un río de aguas turbulentas, de
sensaciones rarísimas: por un lado era la primera vez que estaba frente al
hombre que había admirado tantos años y no frente al mito. Pero también sabía que algo había terminado, que el encanto se había roto. Sabía…, no sé
cómo decirlo…, sabía que lo seguiría respetando y que le seguiría teniendo una admiración especial, pero también que a partir de ahora no podría volver a creer en su biblia, en su dogma, en ese discurso panfletario, y en su egolatría infinita. Mi silencio suponía un acto de rebeldía, de ruptura, de
emancipación, teniendo muy claro que a partir de ahora ya no seguiría ningún
canon y que yo elegiría mi propio camino, equivocándome o no. Luego vinieron
otros autores, otros tiempos, otros encuentros, otras huidas, otras renuncias.
Bajé la calle Santa Isabel como una rueda de camión pinchada, dando tumbos: me subía a la acera; me bajaba de ella… Sólo deseaba llegar cuanto antes a la Plaza del Emperador Carlos V, coger un taxi y que me llevara a mi casa. En ese momento, no pasaba ninguno. Los minutos transcurrían lentamente. Una y otra vez me repetía eso de... “por favor, una luz verde, por favor…”. Pero ni por ésas… Así que me giré y me puse a mirar hacia la Estación de Atocha, es decir, en el sentido contrario de la marcha. Al intentar recuperar la posición anterior…, ¡zas!, parte del agua que había en el pavimento, puesto que ya habían regado las calles, fue a parar a mis pantalones, por supuesto a los zapatos, también a los calcetines... Mas, el autor no fue uno de los taxis que esperaba, no. La artífice del desaguisado no fue otra que la dichosa Vespa o una rélica como aquella de mi juventud. Pasó rozándome y a todo trapo. Y al ver de nuevo cómo se perdía en la noche aquel pilotito rojo..., volvieron a aparecer los sentimientos, porque aquello no era otra cosa que la llama del amo. En ese instante me importaba un bledo si tenía calados los pantalones o si venía un taxi o no venía... Aquello era un mensaje clarísimo. Por eso decidí quedarme un rato más mirando el horizonte por si volvía a psar la moto Vespa. Todo por una una simple máquina.., por un piloto rojo..., por un amor sin altares, sin papeles, sin juegos de apariencias… Sé que nunca estaré preparado para renunciar a ese piloto trasero y rojo, y que, mientras yo esté vivo, siempre estará ahí, a la vuelta de cualquier esquina, porque la vida seguirá siendo un regalo incomprensible lleno de sorpresas. Pero también sé que lo tengo muy crudo, primero porque la moto es muy rebelde, cuando no ligera de cascos, y segundo porque, conociendo mis debilidades como las conoce, hará todo lo que esté en su mano para tenerme en vilo, e intuyo que seguirá pasando cerca de mí, a toda la leche y sin avisar, porque así es como pasa también lo femenino. El día que me la vuelva a encontrar, le voy a hacer una propuesta: ¿Por qué no compro un sidecar y viajamos juntos? Ya me estoy imaginando la respuesta.

1 Comentarios
Aquí la vespa: ya estás comprando el sidecar...
ResponderEliminarSigue guardando esa biografía de Bertolucci, como oro en paño.
Me ha encantado tu relato