El viento Solano de la tarde trae un sabor fresco y
también los últimos olores de las huertas, que llegan hasta las cuevas, más
allá del río Júcar, en la pared calcárea de la montaña. El murmullo en La
Ribera de Cubas es otro, lejos de la urbe. Aquí me lleno de placidez, sin
necesidad de que Pink Floyd le cante a la cara oculta de la luna; sin lujo,
pero con la verdad de las barrancas, del vientre de la tierra, y del porrón
sobre la mesa, a la hora de comer. Y en tanto que llega ese momento, mientras
redacto, desde el centro de la bóveda de esta casa-cueva, que es casi una
vivienda troglodita, oigo reír a Enriqueta, feliz y burbujeante, como si fuera aquella
niña que se paseaba con un abrigo ajado en primavera, mientras jugaba con otros
niños.
En La Ribera de Cubas, donde viven treinta y siete vecinos, me siento un
náufrago. Paso la mañana en la orilla de mi mundo buscando palabras que enlazar
y verbos que conjugar. Voy hilvanando las ideas como si me estuviera haciendo
un jersey con dos agujas gruesas y unos cuantos ovillos de lana. Hilvano el
futuro. Hay quienes viven en la duda constante y se desenvuelven muy bien en
ella. Yo necesito pisar tierra. La euforia del pesimista está en el desánimo. Y
desde ese estadio mental construyen un universo nuevo o diferente. Conozco a
quienes han escrito novelas de quinientas páginas sin salir de casa. Incluso
novelas de aventuras. Y ni qué decir de aquellos que han hecho su obra tumbados
en la cama. También son algunos los escritores que han tenido que refugiarse,
perseguidos por sus ideas. Norwich, en Inglaterra, es la ciudad-refugio desde
el 2007 para escritores amenazados.
Trabajo con el caudal de la vida, que viene como el caudal del río Júcar cuando
pasa por esta ribera, a veces agitado, turbio, caótico otras… No me gusta
definirme, si bien, con esta frase, ya me estoy definiendo. El prosaísmo
histórico no me llama demasiado la atención porque siempre termina mal, cuando
no termina en una guerra. Y tampoco me gusta buscar debajo de la cama, que
suele haber mucha pelusa, más el orinal, y recuerdos universitarios muy
vinculados con la testosterona. Los bajos del catre sirven para hacer un
culebrón que, al final, se alarga como La saga de los Rius. Me gusta más la
caricatura y la crónica para implantar las huellas de la memoria, porque, lo
otro, lo de planteamiento, nudo y desenlace, me aburre sobremanera.
He descolgado un salchichón seco para acompañar el morapio del porrón. No es
que vaya a almorzar a media mañana. Es simplemente un tentempié. Un trago del
porrón que suena a música celestial . Y el salchichón está exquisito. Son
regalos de la vida. No me van esos paraísos que crea el champán. Prefiero el
líquido de la cepa vieja, de chardonnay o bobal, recio, que cuando coja el vaso
no me tiemble la mano, que es lo que me ocurre con los espumosos. Son más
frívolos. El vino da otra perspectiva porque es más hospitalario.
Mientras escribo, necesito muchas vidas para seguir contando. Casi siempre
intento escribir de las cosas que tengo delante o de aquellas otras cosas que
me rodean. O sea, trato de establecer un diálogo con el mundo y no andar
improvisando. De ahí estas crónicas.
En otros tiempos, la gente humilde era la que más iba al teatro. Y a la ópera
la alta burguesía y algunos señoritos. A la novela acudía y sigue acudiendo la
mediana burguesía, hasta que, a partir de finales de los noventa, empezó a
acudir un tipo de lectores poco críticos con tal que le dieran el producto
triturado. Y entonces se puso de moda una literatura barata, pero cuyo libro
era y sigue siendo caro, libros de tapa dura, muy comerciales, que se
pregonaban por los altavoces de unas cuantas editoriales. La literatura y el
dinero no hacen buenas migas.
Voy enhebrando las cosas a mi manera y encima de la mesa tengo las vueltas de
cuando he ido a comprar el pan. Miro las monedas, pero sobre todo miro el
billete, y los rostros y monumentos que hay tanto en el níquel como en el
papel, y las lenguas, las distintas lenguas en las que está escrita la
cantidad, y el poco valor literario que tienen. El dinero siempre nos pone al
borde del precipicio y viene a contarnos una vida cómoda. La falta de dinero
posiblemente traiga inseguridad pero mete la parte feliz de la vida dentro del
corazón del ser humano. Y esto es más importante que un triste billete por el
que se mata o se miente, o se da una charla desde un atril para manipular las
conciencias y seguir coleccionando ese papel tan sucio, manchado de sangre, que
es un símbolo del dolor y que siempre está en manos de cuatro chulos. La
riqueza y la miseria, temas para poetas y cancioncillas para cantarlas en el
orfeón, y muy utilizadas en el rito, sobre todo cuando a media misa los
angelitos se llevan la riqueza a Roma a través del cielo y la pobreza se queda
en la nave de cruz latina para orar e implorar piedad a los santos por si a
alguno le da por improvisar y se salta las normas de la disciplina de voto y,
emocionado, concede unos kilos de maná para simular que la plebe vive en la
abundancia. Todo esto ha sido tan común, tan patético, envuelto siempre en esa
atmósfera de ignorancia…
El tiempo se desdobla, agosto se desdobla, pero de momento sólo me dejo atrapar
por el presente. El tiempo es como un despertador gigante que tiene varias
velocidades entre las que se van diluyendo los sueños. La vida también se
desdobla, y la realidad…, con todas sus versiones posibles, porque quizás ahora
estamos viviendo otro matrix, una ficción continuada, sobre todo al escuchar en
un restaurante cómo un cliente le dice al camarero: —“Por favor, señor, hay un
pixel en mi sopa”. Cuando me enteré de esto…, rápidamente cogí una silla, me
subí en ella y descolgué de nuevo el salchichón, que en seguida me devolvió a
la realidad, por mucho que se diga de él que es el primo pobre de los fiambres.
La vida finge que se vuelve loca pero es mentira. Sólo lo hace para que la
respetemos y la tengamos en cuenta. A veces, es como un acordeón, que se abre y
se cierra y, en ese tonteo, en ese jugar a ser un fuelle, produce música,
porque no debemos de olvidar que dentro de la vida están todas las poesías, que
llegan hasta el mar y hasta las aldeas como ésta, donde Marieta, al escuchar
ese aullido, porque esos poemas son un aullido que sintoniza con la felicidad,
se sienta en la mecedora y comienza a mecerse en una balada, a eso del
mediodía, simulando también que echa una cabezada, que no la echa, pero le
encanta hacer imitaciones. Marieta no es otra que la viuda del Sardina, Juan
Ramón, un alguacil de Jorquera que tenía muy buen carácter y la facilidad de
enamorar a las mozas casaderas, hasta que dio con María Alcantud Rodríguez,
Marieta, que le puso los puntos sobre las íes y el deseo tieso. Y así fue cómo
se acoplaron en un matrimonio de provecho, fértil, y santo, del que dieron
cuenta más de cincuenta años juntos, con la mano cerrada y el corazón abierto.
Marieta era la última de cinco hermanos, todos varones, y Juan Ramón el
primogénito de una camada de cuatro muchachas. Al parecer, el olor a gineceo,
en un principio, azoró bastante al zangolotino, hasta que se hizo hombre.
Sigo tejiendo palabras en la cueva. El vino y la literatura necesitan el
silencio para salir adelante, el mismo que necesita Margarita, una vecina que,
nada más jubilarse, se vino de Alicante, donde trabajaba, y a la que le gustan
las novelas de amor, que la tienen muy entretenida, y le hacen no perder la
esperanza de que un día aparecerá su príncipe azul, en la primera curva del
río, subido en una barca, flotando por las aguas del Júcar como un dios rubio y
blanco. Esos libritos siempre fueron el patito feo y muchos lectores los
forraban para que nadie supiera lo que estaban leyendo. Eran verdaderas
golosinas y una de las grandes curas psicológicas. Corín Tellado vendía miles
de ejemplares sin despeinarse. Y como buena asturiana que era, una vez dijo
“que se le podían ocurrir en cinco minutos”. El amor salía de una chistera. A
Margarita le gusta leer con las ventanas cerradas y abrazada a ese personaje de
novela que la lleva y la trae y la seduce, cosa que le amansa bastante el
carácter, porque, cuando moza, y no tan moza, de siempre tuvo un pronto un
tanto áspero. Con el tiempo se ha ido dulcificando y ha ido borrando muchas
ráfagas de cólera, lo que le ha traído algo de serenidad. Mientras lee, hierve
unas judías verdes, unas patatas cortadas y zanahorias. Si la novelita le
engancha, le roba toda la atención y pierde el sentido y la noción del tiempo.
Cuando se va a dormir y se quita los objetos personales, la cadena, el reloj,
los anillos, los pendientes…, la dentadura, que mete en una vaso con agua y
bicarbonato, se deshace el moño, se desnuda, le da un beso al libro, lo deja en
la mesilla de noche y… a la cama. Le gusta dormir como su madre la trajo al
mundo, orgullosa de su cuerpo y de la especie que representa, así como de ser
mujer, que es una criatura menos dada al disimulo, con la intención de que el
deseo se expanda por entre las sábanas y, en sueños, todo ese caudal de
ambición se convierta en el manantial de la doncella. Son pequeñas biografías
de esta aldea, Cubas, mientras la vida discurre junto a las aguas del Júcar y
las rocas calizas de la montaña siguen imponiendo su respeto, por aquello de
ser las "guardianas" de la Historia.
1 Comentarios
¡Me encanta !
ResponderEliminarLo del salchichón, para volver a la realidad es buenísimo…