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Muchos de nosotros vinimos a este mundo
en un sueño despreocupado, tanto que, ahora, en el intento de recuperar aquellos momentos,
hay veces que nos cuesta recordar la voz de nuestra madre,
aquella voz que nos dijo, que nos cantó mientras estábamos en su regazo, donde fuimos aprendiendo la lengua, nuestra manera de decir, incluso el respeto y
la forma de tratar a los demás.
Yo vine al mundo bajo la niebla y con los
chillidos de los cerdos en las calles, cuando las matanzas; de la lumbre en las
casas y el brasero con picón bajo la mesa camilla. Y a pesar del
frío, mi madre siempre tenía los brazos abiertos y las puertas de mi casa de
par en par.
El amor es una ilusión y el matrimonio
un trabajo en equipo donde no hay jefes. Si hay amor, hay fuego, aunque, a
veces, se apague, porque, es casi seguro que, en cuanto nos acerquemos a las brasas y soplemos por encima
con calma, se reavivará en seguida.
La vida es una aventura constante en la
que se atraviesan muchas tormentas, naturales y humanas. Es muy
parecida a un árbol, con sus ramas, que, agarradas al tronco, van almacenando recuerdos en sus hojas, y destellos de
luz, no solo para iluminar el camino, sino para iluminar la bondad, que es, a
fin de cuentas, la que nos define.
Son tantas las vidas… Pensemos en la vida que se enciende o en la que se apaga; quizás en la que se fue o en la que viene. O en la vida que nos queda por vivir. O aquella otra tan humilde..., la de siempre, la de ayer, la que caminó al lado de la Historia, para ahora ir contándola... Y en ninguna de ellas faltó nunca el runrún del corazón, que siempre bailó al compás de la música intentando romper las láminas rígidas de esta sociedad. Sobre todo aquellas melodías transgresoras que tarareábamos cuando venían mal dadas. Y lo hacíamos con rabia, o con el lenguaje de la calle, caliente, el mismo que se ponía a rimar en plena marcha la protesta con el desencanto y con la lucha por la dignidad para que cada cual pudiera seguir con su vida en libertad, dejando que la vida fluyese, sin inventarla, sin deformarla…, sin ensuciarla…, porque la vida es un río de palabras inagotable. De ahí que, cuando ella empieza a hablar, yo me callo. Y se hace el silencio. En esos instantes, lo que queda no es otra cosa que escuchar atentos el latido del paisaje, que habla sin intermediarios y que me ayuda a sacar al genio de la lámpara, que suele traer frescura, y a veces algo de magia, que es lo que necesita un escritor, y no poltronas en las que acomodarse. Para escribir hay que vivir desesperado. Y concentrar la vida en un sentir, aunque pinten bastos. Y agarrarse con fuerza al estilo a la hora de ponerse a explicar el mundo. El estilo es aquello que se consigue cuando, una vez que nos hemos roto en mil trozos buscando la belleza, después somos capaces dé colocar cada trozo en el sitio que corresponde sin dudar, sin llegar a pensar en ningún momento en el éxito, en el dinero o en la felicidad, que es una argucia fácil, simplona… La felicidad es el cepo. La literatura requiere todas las miserias, o parte de ellas. Y vivir herido. Y en seguida sale la prosa de un tirón como si saliera de un volcán… Y, cuando ya he conseguido explicarme ante los demás y he logrado que me entiendan..., doy saltos de alegría, ardo en llamas, !porque eso es un prodigio! Y no digamos cuando, utilizando cuatro palabras de ese castellano que reluce como el viejo oro, logro conformar mis pensamientos… Entonces…, viene el éxtasis, porque eso quiere decir que por fin he aprendido a leerme por dentro. Cuando se piensa demasiado, más que escribir lo que se hace es redactar. La prosa se hincha y flota como un plástico en alta mar. Y no dice nada. Lo que nos hace escribir es nuestro espíritu indomable, la rebeldía, y estar sentados en el suelo a la misma altura que los demás.


1 Comentarios
“Concentrar la vida en un sentir…”
ResponderEliminarBuenísimo y muy duro a la vez.
¡Me has emocionado !