| Compras en un centro comercial |
A estas alturas del año y del
siglo, muchos añoran a Filomena, la nieve
y el frío, con tal de nivelar el termómetro de sus azoteas, que andan
encendidas, pero no me refiero a esos ajarafes llenos de placas solares, sino a
las otras, a las molleras, que en vez de pensar, discurrir o cavilar, andan
llenas de violencia y no cesan de refunfuñar y de echar hipos por la boca (“yo
a ése…, como lo coja, lo mato"), cuando no saben, como un día aseguró
Javier Mínguez, exciclista y entrenador deportivo del BH, Vitalicia seguros…,
entre otros equipos, que la relación causa/efecto viene a ser de “un tiro, un
muerto”, pues con un solo tiro es difícil matar a cuatro de golpe.
El
consumismo sin control entra en las tiendas de moda como un carro de combate,
donde la gente va a comprar ropa que se hace con agua y sustancias químicas,
incluso herbicidas y pesticidas. No importa el color de la destrucción; importa
el color del dinero. En algunos países, el color de las aguas de sus ríos es el
de la ropa que se consume en el primer mundo. En la puerta de una de estas
tiendas hay un chico que reparte octavillas con las direcciones de comercios
que apuestan por el slow fashion, que, en realidad, más allá de ser una
tendencia, es un estilo de vida sin fecha de caducidad. Moda lenta, entre la
ética y la sostenibilidad.
Chiringuitos de la
ropa barata, de donde las almas salen con bolsas de papel y plástico repletas
de prendas. Un vago tapiz del consumo, que echa para atrás a los estilistas,
que primero se ponen eufóricos con la histeria consumista y después
metafísicos, pasando a definir la moda como aquello que viene a identificar al
individuo, obviando que la moda es esa jungla donde van de la mano el delirio y
la inconsciencia, también lo cursi y todas sus variantes.
La mano que tapa la
cara y cubre las gafas de pasta, o la mirada, tan errante, tan perdida entre
esa multitud de eslóganes. La misma mano que vota siguiendo otro cartel.
Inercias que se modifican sobre la marcha, huyendo de la razón porque la
cartelería y los luminosos son las dagas que penden sobre las cabezas de los
transeúntes. Y lo pasajero se convierte en costumbre y los nuevos hábitos
visten a los monjes, que son muchos, sobre todo en las tendencias femeninas,
que siempre van por delante, porque la mujer pone un pie más allá de la duda y
rompe toda simbología.
Mientras tanto,
algunos barrios de Madrid huelen a cocido, y a pensión, cuando no a sótano,
donde ciertos artistas viven escondidos por el día y salen por la noche con su
capote, que huele a vino, y a un sinfín de aromas de otros tiempos. Pero si
damos cuatro pasos, de pronto empezamos a oler a velocidad y a frescura, a la
vida cambiante, mundana, a marquesas y a chocolate a la taza, en San Ginés, o
al chantillí, llegando al horno de San Onofre, que es un olor muy parecido al
que tiene la verdad, aunque, como sabemos, la verdad hay que trufarla un poco
para que se pueda soportar.
Sigo paseando bajo
ese cielo plagado de estrellas que, según un banquero, es donde está escrito
nuestro destino. Menos mal que no está en una caja de seguridad de su banco. Me
fío más de los cuerpos celestes que del banquero en cuestión. En los años
noventa del siglo pasado, algunos nombres del gremio de la Banca tuvieron mucho
relumbrón y, de la noche a la mañana, se precipitaron a la primera plana de los
periódicos y a dormir entre barrotes. Les arrastró su propia trampa o su
codicia. Posiblemente, el asunto daría hasta para una tesis freudiana: la
creencia de sentirse impunes. La arrogancia fue la bandeja de plata donde les llevaron
la cuenta, tras los wiskis, en la que quedaba claro que su tiempo se había
acabado.
Luego vino el cambio y hubo que instalar toda una
nueva fontanería, por donde discurriría el euro, tras su implantación. Y por
precaución, no fuera a ser que se volvieran a atascar los desagües, se hizo una
limpieza general. Los nuevos venían con las manos lavadas ya desde casa. La
multitud oreó la vida de sus viviendas abriendo las ventanas y sacando las
alfombras para que saliera toda la pelusa que fue dejando el ser humano en esos
años tan convulsos. Pero las que no se ventilaron fueron las esteras y las
moquetas de las instituciones. Sólo les hace falta hablar, como vimos antes de
ayer con la sentencia del Fiscal General. El colofón de la historia…, sería tan
interesante…, casi hermoso, diría yo, que, de una vez por todas, la historia la
escribiera el pueblo, la voz de la calle, que tiene una gramática menos falsa
que esos juristas que no barren ni los mechones del bisoñé, símbolos de la
decadencia y la represión. Y la euforia se expondría en las tabernas, entre
brindis, y el brillo del momento serviría para engrandecer el relato del
tiempo, que siempre necesita un argumento de peso para justificarse. Lo otro,
lo que ha venido sucediendo hasta ahora, es quedarse fuera del tiempo y de la
historia.

1 Comentarios
Bien
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