Dice Luis Noronha da Costa que la creación del mundo como "Mirada" y su reajuste a la escala humana es, sin duda, clásica, y que, con ella se instaura el proceso que llamamos Historia. En el arte del Renacimiento, sin embargo, todo lo que formaba parte de lo que se consideraba estante, es decir, lo que era ( todo aquello que estaba en la Naturaleza), pasó a formar parte de la Imagen. Y resulta también evidente que si el "Ver" tiene que ver con los dioses, el "Mirar" está relacionado directamente con el "Hombre". Así las cosas, en este mundo donde la catedral de catedrales es el Cine, que reajusta la relación entre la Imagen y la Dimensión de la Mirada, no es de extrañar que el pintor más moderno de nuestra época, Mark Rothko, haya hecho coincidir la Dimensión de la Mirada y el final de la Visión de la misma, por eso no enmarcaba sus cuadros y pintaba sus cantos con tal que no se notasen los márgenes, el principio y el fin, incluso animaba a que sus cuadros se colgaran en el suelo para que pudiéramos entrar en ellos. Pero, ¿ a qué cuento vienen todas estas preguntas si lo que realmente queremos es hablar de uno de los mayores cineastas de todos lo tiempos? Pues seguramente se deba a que sencillamente Ozu fue el único que situó el problema de la imagen de cine en relación el doble de identificación, es decir, que la imagen del cine debe construirse teniendo en cuenta la escala del espectador, en profunda relación con sus maestros Jonh Ford y Lubitsch, y entonces quizás podamos entender ese célebre encuadre “a lo Ozu”, que nunca corresponde con un contrapicado, y cuya misteriosa “altura de perro” continúa suscitando tanta polémica, hasta tal punto que algunos han llegado a afirmar que “si uno se sienta durante dos horas delante de una película de Ozu se vuelve dos horas más viejo”, como si llegaran a combinar en un mismo instante el tiempo y la nada.
El cine siempre fue espejo del mundo, pero no todo el cine, porque el de Ozu, ese cine sencillo y cercano, siempre estuvo algo oculto, o sea, como si tendiera a diluirse, ya que muchos sólo citan a Yasujiro Ozu por puro postureo, puesto que, en realidad, a esos culturetas no le van esas películas extrañas, lentas, reflexivas, con un estilo visual propio, maravilloso, ni el mensaje de un cineasta humanista y compasivo que capta los sentimientos de la soledad y él los arropa con su cámara, con su afecto y con la verdadera luz que se merecen. Así de claro.
Ozu es un poeta, un pensador que dominó la técnica de su oficio para plasmar la humanidad en todos sus rasgos. Y lo hizo con personalidad, con humildad y con la sencillez necesaria, que es, a fin de cuentas, como se consigue la verdadera belleza. El cineasta al que le gustaba retratar una flor de loto en medio del barro y que hoy es un cineasta de culto, venerado por directores y entendidos. Son muchos los que se consideran herederos de su arte, tan sutil y delicado, ese cine formalmente sobrio, de planos filmados desde el punto de vista de un adulto sentado en un tatami, desde donde captar los grandes cambios que estaba sufriendo la sociedad japonesa tras la Segunda Guerra Mundial, que buscaba la armonía en las relaciones humanas, que nos hacía sentir que la vida existía sin necesidad de grandes acontecimientos o haciendo aparatosos movimientos de cámara.
Era un hombre que sentía un amor
incondicional por su oficio, concebido como razón de vida. Nació en 1903
y murió sesenta años después. Su vida y su obra corren paralelas a
la evolución que le toco vivir a su país. Y esa misma transformación del mundo
le serviría como base de su universo fílmico. Realizó 54 películas. Se dijo de
él que era el más japonés de todos los directores japoneses. Siendo
joven, dedicaba más tiempo a colarse en los cines que en asistir a clase. Llegó
a ser maestro de escuela en una aldea remota, pero un tío suyo lo metió en 1923
en la productora Shochiku y en 1927 ya estaba dirigiendo su primera película.
Era la época del cine mudo. Solía ser un hombre discreto. Fumaba mucho y bebía
mucho también. Casi siempre iba vestido de la misma manera: un traje gris
confeccionado con tres piezas. Cuando rodaba, solía llevar un sombrero blanco.
Nunca se casó ni se le conoció relación con mujer alguna, más allá de los
rumores de su larga amistad con una geisha. También era un buen dibujante,
sobre todo pensando en sus stories boards. No le gustaba
teorizar. Y menos sobre el cine. En la Segunda Guerra Mundial estuvo destinado
en China. Fue hecho prisionero en Singapur. Al terminar la contienda volvió con
su guionista, Kogo Noda, y el cámara, Yuharu Atsuta. No empleó el sonido hasta
el año 1935: ꟷ”¿Para qué buscar ruido cuando reina el silencio”,
argumentaba. Su plano característico era tomado desde unos 90 centímetros sobre
el suelo. También fue un firme defensor de la cámara estática y las
composiciones meticulosas en las que ningún actor dominase la secuencia.
Era normal ver en sus películas la presencia de comida y bebida: la tarta de
Navidad en la película La primavera tardía; el ramen en El
sabor del té verde con arroz y el tonkatsu de El
sabor del sake.
Recientemente el mundo cinematográfico se unió para rendir homenaje a Yasujiro Ozu, el director que logró captar la esencia de las experiencias humanas y que ha servido de influencia a Martin Scorsese, Wim Wenders o Wes Anderson. La película elegida fue Historia de un vecindario de 1947, una historia que se sitúa en el Japón de la posguerra en la que un hombre encuentra en la calle a un niño perdido y se lo lleva a su casa. Ninguno de sus vecinos quiere ayudarle, hasta que el niño queda en manos de una viuda de agrio carácter que, al día siguiente, lo lleva hasta su barrio y, al preguntar, descubre que su padre lo ha abandonado. Con un humor sutil e irónico, el filme alcanza un equilibrio perfecto a lo hora de llegar al espectador y robarle unas cuantas sonrisas. Una cálida comedia de 70 minutos en la que Ozu limitó los medios al máximo, así como los recursos, tanto materiales como artísticos, hasta conseguir todo ello una pequeña obra maestra, “profunda y sencilla a la vez como una piedra”, en palabras de su director, que escribió el guion en 12 días, algo que logró gracias a la cantidad de películas que había visto durante su encarcelamiento como prisionero de guerra en Singapur. No podía haber en la película ni exaltación nacional ni tampoco humillaciones del pueblo japonés, ya que había censura de los dos bandos. Según confiesa Yasujiro Ozu…: ꟷ “Hubo quienes pensaron que había cambiado algo tras la contienda, aunque fuera sólo un poco…., pero, al ver la película, dijeron que no había cambiado nada, que seguía como siempre: siendo más terco que una mula”.
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