Hay quienes acostumbran a caminar siempre por la acera y por la sombra, argumentado que es una forma de entretener a la muerte; otros, por el contrario, prefieren caminar por el sol para evitar que se desafine el día. Suenan las campanas en un viernes otoñal, momento en el que los vecinos se ponen con las tareas domésticas en compañía de la música, como mi vecina de enfrente, que siempre tiene en los labios un cantar y en el corazón un instrumento, y que lleva ya un rato tarareando Suspiros de España, como si fuera aquella Estrellita Castro del 1938, que interpretaba este pasodoble en la película, mientras le va poniendo pinzas a la ropa que tiende en la terraza. A medida que cuelga la ropa, se multiplican las sensaciones, ya que está más pendiente de las cuerdas que tiene al lado que de las suyas: igual se detiene en una camisa de hombre y se la enrolla al cuerpo, y la huele profundamente, que en un bóxer de caballero azul marino, el cual toca con cuidado como si tocara un tesoro o una entelequia con la que darse un festín, segura de que ese bóxer del vecino del segundo izquierda es esa montaña donde se oculta una mina de deseo; sin embargo, cuando vuelve sobre su gaveta de plástico, llena de ropa todavía, una roja que compró en los chinos, le entra una pereza inmensa. Se agacha, coge con desgana su sujetador, un par de calcetines o el tanga amarillo. Tender es ordenar al aire libre muchas cosas ocultas, incluida el alma, que a menudo chorrea y cala el alquitrán de la terraza. El alma chorrea a pesar del viento, que siempre acude solo, por muchas almas que tenga que secar.
Llueve. Las noticias vuelan bajo.
La verdad anda escondida entre los matorrales de la democracia. Dan ganas
de empezar a leer el periódico por las necrológicas o por los anuncios de
automóviles. O quizás sea más conveniente dejar el papel para liar los
bocadillos y ponerse a mirar por la ventana, y ver el ritual de sonidos y
colores que trae el paisaje, que es un imán que nos atrapa, porque la
tierra es ese lienzo sobre el que se puede trazar hasta un suspiro o una
utopía, porque la utopía nos salva de la realidad. Y las copas de los árboles
nos protegen de la lluvia como si fueran los Paraguas de Cherburgo, aquella
película francesa de 1964 en la que Geneviève
y Guy se enamoran, pero corre el año 1957
y Guy es llamado a prestar servicio en Argelia, dejando atrás a Geneviève, embarazada y con el corazón roto. Fue
una película que devastó a toda una generación porque venía a
decirnos que todo termina en un bello recuerdo. Pero la lluvia, que no se aviene a chantajes,
rompe esa trama para que no vivamos de
recuerdos, sino de ilusiones. Y de nuevo aparece la utopía, el rosetón, la vidriera
gótica, la esperanza, que es el aliento necesario e inestimable para seguir con
lo nuestro. La esperanza es la nota humana de este octubre otoñal. Lo otro…,
pelillos a la mar. No siempre es acertada la sinopsis de una película con
premio.



3 Comentarios
¡Buenísimo!
ResponderEliminar“la vida es un horizonte que necesitamos colorear para convertirlo en una nueva atmósfera emocional”… y no digamos nada con la siguiente frase:
“en los labios un cantar y en el corazón un instrumento…”
¡Impresionante!
Muy bueno!
ResponderEliminarQué manera más bonita de hilvanar las palabras…
ResponderEliminar¡Me encanta!