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| Sed de mal, Orson Welles. 1958 |
Por fin llueve.
La bruma convierte a Madrid en una ciudad de espías, del mejor cine negro, con
la chupa de cuero apoyados en una esquina, mientras le damos unas caladas al cigarrillo.
El humo cubre el rostro de la delincuencia. La mañana se ha puesto húmeda y fresca
para reblandecer la dureza de la vida, esa corteza que hemos ido haciendo a lo largo del año con tanta renuncia.
Llueve. La tristeza resbala por los cristales de mi ventana. Sigo cada gota hasta el final como el que sigue a una mosca. Cuando chocan en la repisa, caen velozmente al suelo, y sonrío. Y lo hago porque sé que ahí está encerrado el principio de todo, que en ese interior viaja el amor sin cursiladas, la sinceridad, los mil pedazos de pequeñas cosas que nos deslumbran cada día y con las que se puede construir un templo a la amistad, que es otra de las maneras de llamar al amor, porque a la amistad también hay que regarla.
La mañana ha traído una tristeza envuelta en felicidad. Llueve con calma, con esa calma otoñal que contamina el ánimo, y las prisas, convertidas en unos diablos empapados de soberbia a los que les toca esperar a que amaine. Este tiempo es adecuado para descansar y que, a la vez, descansen los volcanes, todos ellos en erupción desde hace días. Este tiempo trae paz, tranquilidad. De vez en cuando, es bueno vaciar la mente de imágenes y el corazón de pólvora. La lluvia disipa las dudas y, entre las gotas, trae esa felicidad necesaria para seguir, incluso para echar una cabezada y recuperar esos sueños que estaban a punto de borrarse. La tarde transcurre apacible, y la media tarde, la media noche, la noche entera… La lluvia y la noche han impuesto el silencio.
La lluvia se ha intensificado por momentos y el abrazo también. Solo se escucha a lo lejos ese sonido del agua cayendo, como única forma de sobreponernos a extraños momentos. Se ama mejor
en voz baja, mientras intentamos dormir despiertos. El corazón se ha dado la vuelta, ha cambiado de posición y viene a beber agua, porque el amor es sed y una hoguera
que arde. Y el beso que nos ata a la vida, a la noche, y con el que hacemos un ovillo con los cuerpos, hasta quedar dormidos con la melodía de las gotas de
lluvia, que siguen a lo suyo. La noche se multiplica y la lluvia también. Sueño
con una casa con más de cien puertas, porque cada una me lleva a una fantasía
diferente.
Los sueños se multiplican en la noche como las manzanas en los árboles. También los sentimientos se agrandan dentro de nosotros mismos y chapotean en la sangre, en tanto soñamos. Soñar en la noche abrazado a un cuerpo real que apaga las luces urgentes y borra de la memoria los días de entonces, tan quebradizos. El sueño convoca a la lluvia y a los momentos gratos de todos nuestros días. Es la segunda vez que duermo toda la noche con un alma elegante. La primera fue en la ficción. Y me he levantado renovado y en silencio. Ha sido diluir el sueño en el café con leche como si fuera el azúcar, desayunar y he salido por la puerta pitando. Cosas del tiempo, que ruge para recordarnos nuestras obligaciones. El tiempo nos trae sosiego y nos ayuda a aceptar las cosas. Nos habla en voz alta. Es la manera de que los días sean más llevaderos.
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| Imperdibles |
Cuando he
regresado, nada más entrar a mi casa, he hecho una pausa para contemplarme: me
he mirado en los espejos que hay en las habitaciones y en el del cuarto de baño, y
también en los de mi vida. Necesito saber quién soy, en qué he cambiado, si
acaso he cambiado en algo…; qué he hecho con los viejos esquemas y
dónde los he tirado, o si se han caído solos… Quizás ha llegado el momento de dejar el pasado donde
está para poder seguir adelante, porque la vida es un gerundio y cada instante tiene
un olor diferente.
Contemplo al
hombre que soy y cuanto queda del niño que fui. Entre medias, la típica
leyenda de todo perdedor. Y hogueras que siguen ardiendo todavía, pero que, a día de hoy,
afortunadamente, no impiden que pueda mirarme sin temor a nada y poder buscar en el espejo a mi semejante, a la
metáfora barroca, al hombre. Me miro, me veo… No necesito argumentos o mirar
fuera de mí. Simplemente observar detenidamente. Observarme. Mirar mi
apariencia física y el mundo que me rodea. Ambos. Todo. Y por qué no, también mi sombra. Reflejos sumergidos en el océano por el que navego ahora mismo y comprobar que soy yo y no otro, el mismo que viaja custodiado por el cielo de siempre, que ha traído la lluvia. Y después de contemplarme en tantísimos
espejos, me gustaría decirle a ese otro yo, al que se equivocó tantas veces, al
que erró, que nunca me avergonzaré de él, porque el de hoy le debe todo al de
ayer y, por lo tanto, lo llevaré siempre conmigo.



4 Comentarios
Bien
ResponderEliminar¡Qué grande!
ResponderEliminar“El de hoy le debe todo al de ayer y aquello que queda del niño que fui”. Un final emocionante
¡Buenísimo!
Eres mi persona favorita…😉
Muy bien!!
ResponderEliminar¡Buenísimo!
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