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| La calma de una orilla olvidada. Tienda Arttor |
Hoy ha llegado la calma, que no es un nombre de mujer, sino aquello que se esconde detrás de las palabras. El problema viene cuando la calma se encuentra con el orden, el mandato, el orden, ordenadísimo, todo limpio, limpísimo..., la casa recogida, las camas hechas, los cubiertos fregados, las llaves en su sitio, el baño impecable… Colgadas sobre la barra de la ducha, una bayeta para el lavabo y otra para el váter. El cesto de la ropa a rebosar con un cartel sobre el último tanga donde van los horarios para poner la lavadora: los lunes, las toallas; los martes, las sábanas… Que no haya nada de por medio, ni polvo...; y que nadie pueda hacer alguna observación por estar los cachivaches sin recoger o la aspiradora en todo el medio del salón esperando a que la metan en el armario de los trastos, mientras estos aguardan a que, cuando metan dentro a la aspiradora, puedan seguir con la charla sobre la funcionalidad que tiene cada uno. Hay guerras incluso entre los montones de pelusa que hay debajo de las camas y en la jaula de los pajarillos, ya que uno es un jilguero nacional y el otro un barranquero de los Andes colombianos.
Llega la calma, aunque todavía quedan algunas ráfagas de viento, dulces y melodiosas, que se notan más en la soledad que en la pobreza. Lo digo con ironía, que es una cosa muy parecida a un fino hilo que no se ve, pero que se siente. El caso es echarle sal y pimienta a la trama para que nadie se aburra. La vida hay que encenderla con algo para que ilumine el camino, como hacen las páginas de sucesos en los periódicos, que le pegan fuego a la traca para que no se vea la verdad. Así se lee mucho más fácil, entre botellín y botellín de Mahou. A los reporteros no les gusta hablar de la muerte. Cuando lo hacen, se les pone mala cara. Eso es más una cosa de la policía, que sabe cómo quitarle la máscara al último adiós, algo que se le daba muy bien a Roberto Alcázar y Pedrín, aquel cómic de la editorial valenciana de los años cuarenta del siglo XX, en el que algunos vieron en ese héroe de la ficción al líder del nacionalsindicalismo José Antonio Primo de Rivera y Saénz de Heredia. Hoy, los seguidores de ese sindicato, que tuvo su origen siguiendo las pautas de La Carta di Lavoro del Duce de 1927, han vuelto a las calles con la bandera y la gallina, y digo bien, porque si fuera un águila real volaría por esos cielos nacionales e ibéricos.
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| Iglesia románica de San Miguel. Siglo XIII. Sotosalbos (Segovia) |
En estas tranquilas mañanas, la vida se interroga a sí misma antes de que la
llamen para una entrevista los de la televisión. Repasa el ideario, ya que éste no se ve con tanta niebla, una palabra que es el título de la mejor adaptación que
se ha hecho de las novelas de Stephen King, o un humo que suele formar un mar muy tenebroso, un trasfondo tipo Valdés Leal, mientras huele a fumata, y no por el olor que se produce
al arrancar el coche que ha estado unos días parado, sino por la leña del horno
de asar, a estas horas ya encendido, el olor de la Historia y de la chimenea
“chisporroteante”, que trae recuerdos de siempre, recuerdos metidos en la
cápsula del tiempo, mientras arden las encinas, y el lechal y el cochinillo
esperan en la cazuela. Agua y sal, y fuego, nada más. Y buena
compañía.
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| Restaurante Las Casilla. Sotosalbos. |
Vienen dos botellas negras de vino tinto. La calma se convierte en placer y
el viento que sigue ululando cerca de la ventana en plan amistoso. Es el turno
del paladar y de la conversación amena. Se brinda por la vida y suenan las
trompetas, y las manos chocan en el aire. El vino enciende las mejillas y
diluye los problemas. Caras conocidas. Amigos de siempre. Y el fuego y la
memoria que vuelven a fundirse alrededor de una mesa. Y los cuerpos a descansar
sobre el respaldo de la silla, momento crucial para que entren
en acción los cinco sentidos, sobre todo los ojos, que en ese instante están ya
cuajados y densos para mirar a los comensales con respeto y gratitud,
pero con la “mirilla abierta" por si las flais. No
sería la primera vez que el vino hace de las suyas, a pesar de la amistad, a
pesar de todo.
Una que se levanta a fumar, otro a mear… La mesa, por momentos, se
convierte en un jardín de borrachos, cuando llega la hora de pagar. Vuelven
todos para el postre. La espantada es puntual. Vuelven con las manos
limpias y perfumados. Hablan sin palabras. Ya nos conocemos. El perfume amansa
a las fieras y al dinero. El camarero nos ha invitado a unos chupitos de orujo,
yerbas y licor de wiski para que nada termine aquí…, ni ahora…, esperando que
caiga el monís en la bandeja de plata y la propina, que es el impuesto
revolucionario de los pobres. Todo en cash, la misma moneda
con la que se pagaba en Zalacaín, un restaurante situado en el barrio de
Chamberí en el que no se podía pagar con tarjeta, ya que, al pasarla por el
datáfono, se derretía..., pero en este caso, nuestro caso, pasa algo parecido,
porque una comida entre amigos y secreta no se puede pagar con la tarjeta
de crédito para no dar pistas: ni del sitio ni de la reunión. En realidad,
todos estamos trabajando. Si supieran…




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