LA DULCE REALIDAD


 

Cometa Atlas

La otra noche, mientras el cometa Atlas atravesaba los cielos, un perro no cesaba de ladrarle a la luna. El silencio de la medianoche sacaba el miedo que habitaba en nuestra caverna interior y los secretos  andaban dando vueltas por el lado salvaje de la vida, que, a esas horas, se tambaleaba como un borracho  sobre la acera, evitando volver al  pasado.  Era un tiempo tan muerto como uno de esos cadáveres exquisitos que parecen estar embalsamados, desde siglos. Y, por si faltaba algo, la voz del silencio,   no me dejaba dormir.

Ahora mismo, aunque ya han pasado unos cuantos días desde aquel susto, es también de noche,  pero no sé la hora que es, ni qué hago despierto a estas horas. Me vienen a la mente un montón de preguntas que no sé responder y un sinfín de ideas  absurdas…, por no decir tontas.   Hay  un texto en mi mesilla de noche que leí después de que pasara de largo el cometa. Y, a día de hoy, aún sigue dando vueltas en mi  cabeza: -“…Deberíamos sumergirnos en el trabajo social, político, o intelectual… Y tener pasiones que nos impidan encerrarnos en nosotros mismos. Y apreciar a los demás.  Llevar una vida activa y llena de proyectos con significado”. Es un fragmento de Simone de Beauvoir. Sé que me gustaría comportarme así en mi vida diaria, pero, a la hora de la verdad, me conformo con todo. Me da igual saber lo que significa la felicidad o cuánto es el tiempo que nos queda, porque, pensado fríamente,  “los vivos somos muertos aplazados”, que es la frase que soltó un día Umbral, y gratis, cuando él  solía cobrar la prosa. 

El tiempo se va sin despedirse de nadie. Ni tan siquiera  se espera a  ver cómo hierve el drama que cocinamos con los convencionalismos, la indiferencia y la ceguera. Es más, mientras hierve el puchero en la lumbre, ahí afuera el silencio anda paseándose como un fantasma justiciero. Incluso podemos oírlo cuando se detiene a descansar en cualquier esquina. La comida es la que me ha recomendado el médico para la dieta. No lleva compromiso ni cosas de ésas. Cada día vivimos más acomodados en una miseria podrida, en una comodidad de oro, hipnotizados como un fiambre en una vitrina, con la camisa por fuera, sin botones, sin esperanza,  prisioneros en este paraíso carísimo, frío, distante, donde la vida es una conjura de necios enloquecidos por el bienestar y la histeria colectiva del consumo, olvidándose  de las pequeñas cosas, que son a fin de cuentas las que en realidad importan.


Suelos del gabinete de porcelana de Aranjuez


La noche es un cuadro de Miró entre la que se esconde un perro que tiene miedo. Ya no ladra, pero, hace un  rato, con sus ladridos, llegó a enfriar a la luna. El perro no quería arreglar el mundo.  Sólo era un toque de atención. Cada cual exterioriza su impaciencia como sabe en esta sociedad decadente, que sigue todavía con la duda dentro. La duda es la coartada secreta de cualquier biografía y algo que explica el presente, tan convulso. Entretanto, la noche, que es como una cartulina pintada por un niño, sigue siendo profunda y  bella, y algo húmeda, con tal de que se conserve intacta la verdad, que siempre huye de la imaginación, igual que esas actrices que improvisan mucho sobre el escenario y se quedan desnudas como la madre que las parió cuando les parece. Sin duda alguna, desprecian el texto del libreto. Pero el peligro de dejarse llevar por la imaginación es que, cuando se vuelve loca,   nos deja tirados como una colilla y al borde del precipicio.  En cuanto nos descuidamos...,   se ha ido de fiesta. Yo hablo mucho con ella. Nuestras conversaciones son habituales,  pero no valen de nada. Hace lo que le viene en gana. La improvisación es la soledad de la inteligencia. Por eso hay que estar muy pendientes de que no le dé por tirar las llaves del alma a la basura. No es la primera vez que he tenido que  seguir el rastro de las dichosas llaves, matarile, rile, ron… Cuando quiere es todo un espectáculo, un show maravilloso...,  como la vida misma. Pero otras...


Estudio de nubes. Horizonte con árboles. John Constable. 1821


Hoy es un día de finales del otoño con todas las letras. El cielo es gris, el día está lluvioso y un enemigo viene a sustituir a otro. El mundo se ha puesto histérico y el cuchillo, tan cerca como está del corazón, provoca un grito, que no se calma ni con la lluvia. Y nadie se arrepiente de nada. La calle está en obras y no tiene espacio para la protesta. Con las pancartas se están haciendo camisetas para seguir a La Roja, o a las Guerreras,  que vuelven a salir a hombros y son recibidas en la entradita de los palacios por los políticos, siempre al quite, como los toreros. Y viene la foto, que a veces parece un bodegón sin figuración humana, sino un amasijo de esmalte, color e intereses. Y entonces llega el momento de la palabra, lenta y solemne, el discurso corto y la loa, mientras el nudo de la corbata sigue aflojado y la realidad tirada por los suelos.

La mirada recorre los ladrillos mientras vamos saliendo de los palacetes en cuyo suelo hay dibujadas unas cuantas banderas y por donde se pasean las sombras que provocan las nubes por la tarde,  tan minuciosas en el detalle, tanto como si las ilustraciones fueran de John Constable, ese pintor romántico que precisaba cielos cambiantes para sus cuadros, meteorologías adversas (no en vano su familia tenía molinos de viento y de agua), y no como Magritte, que, para pintar, necesitaba cúmulos de algodón y buen tiempo, distintas maneras de decir, connotaciones  opuestas...,  como la bandera blanca, que puede significar rendición y alto el fuego, o ser el símbolo transgénero. Todo en esta vida tiene una doble vía, otra versión, otra mirada..., o un aspecto distinto..., por fuera y por dentro.   Se puede ser grande e ignorante al mismo tiempo. De momento, sólo estamos algo  confusos. Tenemos que perfilar el interior, esa parte obtusa que siempre se inclina hacia la necedad.

 

 


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