OTRA HOJA MÁS DEL CALENDARIO



Llueve. Hace un rato lo hacía en prosa y..., ahora en verso. Los ciudadanos, por las tardes, invaden los cafés y los llenan de conversaciones, reservando las energías para vivir de noche. Las tabernas acogen a los que tienen ganas de  fiesta, sobre todo a los que andan sueltos y sin collar: -“Otro chato, por favor”, dice un asiduo a esos bares que se han multiplicado como los hongos por el barrio de Las Letras, cuyas calles transito cogido del brazo de la melancolía.

Son días en los que no se hacen huelgas ni preguntas. Se trabaja deprisa y se cobra tarde. Pero la burguesía es ajena a estas cosas. Los burgueses son como unas de esas reliquias con las que se decora el interior de la ciudad.  Ya andan preparando la cena de Navidad. Les entretiene mucho lo de organizar eventos. También lo de buscar el vestido que se van a poner ese día.  Hay comidas en las que están guapos hasta los "cuñaos", que suelen ser los más torrefactos de la familia. La Navidad es una llamada a la burguesía, pero sin concentrarla en ningún sitio, excepto en sus casas. Cenan mayúsculas; las minúsculas las dejan para el burgo. 

 




Al doblar la esquina del Hotel Palace,  me  cruzo con Carlos Medina, el "Medi", que, a pesar de la que está cayendo, sigue con su papel de limpiabotas. Tiene la mala costumbre de no cobrarle a los amigos: -”Déjame que limpie tus zapatos. Te aseguro que relucirán como la luna, esa puta vieja..., que brilla hasta en los malos tiempos”. El Medi es como uno de esos confidentes que aparecen en las películas del cine negro. Es un hombre desnudo, sin dobleces. Disfruta sacándole brillo a los zapatos. Y siempre me regala una de esas frases que no se olvidan. Estoy seguro de que,  entre el betún, los cepillos y la gamuza, guarda una gran novela con todo aquello que no cuenta. Y además sabe perfilar muy bien los límites humanos, algo que le ha enseñado la calle. Nos abrazamos. Y nos damos las buenas noches. Él se queda sacándole brillo a las esquinas humanas y yo me pierdo entre la bruma para seguir pisando  las calles mojadas.

 Llueve entre los viejos ritos. Asciendo la Cuesta de los Jerónimos por la acera de la izquierda, evitando admirar el neoclásico y, de paso,  a los leones, Daoíz y Velarde, que es como se llaman;  también a sus señorías, que lo estarán celebrando en la intimidad. En la acera de enfrente del hemiciclo,  cada puerta tiene su importancia. Es parte heredera de ese Madrid castizo: un hotel, una casa de comidas, un restaurante de antología…, sitios emblemáticos…, donde uno se puede cenar parte de la historia o la historia misma. Son reliquias dentro de la ciudad. Detrás hay familias… La bisabuela que vino a la capital y fundó… Y ahí está todo aquello que se levantó con esfuerzo y que hoy es un santuario de la cocina, en todo su esplendor. Me dispongo a tomar un aperitivo navideño en Llardy, en ese lugar francés e ilustre donde se escuchan más a los españoles que a los otros, ya que, estos últimos, los extranjeros, hablan más bajito.






Esta película la reponen todos los años por la televisión y por estas fechas. Las calles céntricas son un desfile de ciudadanos prisioneros de la nostalgia. Y el que no bebe, canta, o le hace una fotografía a un árbol, o a un oso…, o quizás a un oso junto a un madroño.  Luego, deja de hacer fotos, le pasa el móvil a una amiga  y él se coloca al otro lado para hacer un selfi… En seguida, todas esas imágenes, van directas a las redes sociales. El producto viaja tan rápido como los repartidores de pizzas. El wasap se llena de risas: de la madre, la hermana… Todos ríen: por la pose, por el momento… A medida que avanzan las horas,   hay más “gatos” por las calles…, pero, cuando paseas por Madrid,  lo que es muy difícil que te encuentres es con una  «ex», porque lo que se acaba, se acaba. Es una cosa matemática. A quien sí te puedes encontrar es a la vecina del primero derecha, que es la que siempre me pide la cebolla para el sofrito y además suele emocionarse bastante cada vez que se cruza conmigo. Lo que ya no sé con total seguridad es si se emociona por la ilusión que le hace verme o  por lo de la cebolla. Mirado de otro  modo: tampoco viene mal del todo un achuchón en plena calle..., así, sin esperar, y sacar a pasear la parte platónica o el deseo que hay escondido en cada uno de nosotros.  Después...,  unas castañas asadas para desengrasar y..., a seguir con la partitura.






Son también tiempos de rebajas, que convierten la vida en una ganga. De rebajas  y de muchos sentimientos, que no tienen  descuento  alguno, por lo que no  queda otra que hacer con todos ellos un ovillo y ponerlo  a buen recaudo  entre el marsupio  y el forro de poliéster, no sólo para resguardarlos del frío,  sino de los impulsos de la soberbia, que suele montar alguna traca que otra, y más si vamos mojados por dentro, lo que provoca que, al echar a andar, tengamos  una silueta muy goyesca y..., renqueante.  

Son esos días en los que uno navega sin rumbo. Es jueves y estoy a punto de arrancar otra hoja más del calendario, que será la última. El termómetro gigante que hay en uno de los grandes edificios de  la Gran Vía no pasa de los seis grados. Aun así, sobre el cielo navideño, frente a mí, veo desfilar a la luna  casi en cueros, con cuatro prendas de lencería, muy sexy, y unas medias de poliamida o nylon  marca Schiaparelli, ya sin  enaguas y sin el calzón de  entonces, y acompañada de multitud de luces. Con cada gesto…, con cada una de las caras que va poniendo,  no deja de animar al  gentío que hay en la calle a que se ponga a bailar y pida buenos deseos, aunque luego estos no no se cumplan, porque,  como sabemos,  "obras son amores y no buenas razones", reconociendo con ello que no nos queda otra que dejarnos engañar, dejarnos llevar por la magia de la noche, porque, si lo pensamos fríamente, la vida son cuatro cosas..., un instante…, pero si encima tenemos la oportunidad de entrar en la  leyenda como un torrezno y una birra entran en nuestro cuerpo serrano..., pues no se puede pedir más…, porque la vida es eso, entrar y salir,  igual que el otoño entra en nuestras vidas y, cuando sale, hace que brillemos como nunca hemos brillado,  cubiertos por miles de hojas, por multitud de palabras y por toda una memoria llena de recuerdos. Y por muy lejos que decidamos irnos, no habrá un solo día en el que deje de escribirnos  una de esas  cartas tan maravillosas que escribe, hechas con cuatro frases necesarias e imprescindibles, para ayudarnos a atravesar la vida con tranquilidad, o quizás sin ella, que también…, pero asegurándonos que la maleta estará ya preparada  en todo el medio del pasillo, esperándonos, para el día que decidamos partir hacia alguno de esos lugares que siempre habíamos soñado, porque el otoño sabe que la vida son los momentos que están por llegar.  






Publicar un comentario

3 Comentarios