El frío hace que la
que gente se recluya en sus hogares y sólo salga a comprar. Ni tan siquiera se le ocurre salir y acercarse hasta la seguridad social para un chequeo, ya que las citas las están dando para el 2027, año en el que también habrá elecciones, si el CIS de Tezanos no lo remedia y, hace que se adelanten, en una jugada
maestra.
Las manos van derechas al tazón del
poleo-menta, por las mañanas y, al mediodía, al del caldo montañés, que
regenera hasta los muertos (y nada de Avecrem, que, más que una pastilla para
hacer caldo, parece una placa de hachís). Si lo pensamos fríamente, el tazón lo
que lleva es agua caliente, quizás porque de alguna manera tenemos que
redimirnos, aunque sea ante nosotros mismos. Pero cuando, por fin, llega la
medianoche y decidimos abandonar los votos de castidad y salir de nuestra propia clausura..., nada más pisar la calle y ver cómo el cielo comienza a
tirar algodones sobre el asfalto, una vez más reconocemos la magia que tiene la noche y la que tiene a esas
horas uno de esos consomés que quitan el frío. O unos callos. Y humea la taza y humea el corazón.
Al salir del tugurio,
los sentimientos van debajo del abrigo, en tanto vagamos sin rumbo siguiendo
las huellas de la diversión. Es el momento idóneo para aproximarse y besarse a
la luz de los destellos de las bombillas, lámina con lámina, un sentir junto a
otro, teniendo como telón de fondo a la noche. Pura magia, ya digo.
Lo de salir también tiene mucho que ver con
los precios, que están por las nubes, pues andan algo distraídas con lo del cambio climático. Pero
los copos de nieve son la llamada
perfecta para juntarnos en una instantánea para el recuerdo. También para hacer
una postal y enviarla por Correos para felicitar las fiestas. Por eso estoy pensando en dejar la pluma de
escribir y coger el corazón de viajar. Necesito el frío, la lluvia, los copos
de nieve y la lumbre, ese fuego poderoso en el que asar un trozo de panceta sin
miedo al colesterol y, de paso, asar también mis egos y todos esos demonios que
se han ido acumulando a lo largo del año, que tal vez lleguen a 22, los dos patitos, como la terminación
del Gordo de Navidad (decía Raúl del Pozo que la lotería es un invento del Estado para engañar a gente
sencilla). Además, ahora la anuncian por
la tele, si bien, en mi casa, la televisión se define a sí misma en el rincón
en el que está, sola y apagada, en un silencio sempiterno. La radio, por
contra, no ha cambiado de lugar y continúa estando donde siempre estuvo:
colgada en la pared. Creo que no funciona. Quizás, con la llegada de la imagen
a nuestras vidas, ha decidido hacer una huelga indefinida.
Tres días después de
mi cumpleaños, el veintidós de noviembre (de nuevo los dos patios, el bueno y
el feo), muchos años atrás, fue cuando,
estando en la cocina mi hermano Juan y yo junto a mi padre, escuchamos el
asesinato del presidente de los Estados Unidos, John F. Kenedy. Mi padre se
echó las manos a la cabeza. Corría el año 1963. Ese día se abrieron las puertas
de la eternidad, al igual que cuando murió César en Roma. Y ese día también
supe que en la radio no sólo había seriales radiofónicos y partidos de fútbol,
sino noticias importantes y estremecedoras. Y que ese poder de comunicación
podría llevar a asustar al mundo, como se demostró en 1938 con la Guerra
de los Mundos, o sea, con una invasión ficticia de marcianos en la Tierra, un
programa diseñado y planificado por el genio de Orson Welles, que en el año
1943 se casó con Rita Hayworth, aunque el amor de su vida fue la mexicana
Dolores del Río, y cuyas cenizas, las del director de Citizen Kane, descansan
en paz en la finca de San Cayetano (cerca de Ronda), propiedad, en su día, de
Antonio Ordoñez.
La naturaleza trae
añoranzas y emerge de forma natural. El pueblo, como diría un sindicalista,
respira a medio gas. La realidad cambia sin cesar a un ritmo vertiginoso. Se
hace necesario buscar de nuevo la calidad humana, porque lo que va quedando son
muchos personajes galdosianos moviéndose en un cenagal del que cuesta salir o
moverse con tranquilidad. Y si quedamos para comer, allí mismo, nos volveremos
a encontrar al sindicalista, que suele ser ese obrero lleno de soberbia y de
doctrina, que acaba de meterse el gauchismo y la boina en la bandolera, y ha
colgado el tahalí en la percha, cerca de la recepción, para que no se le vea el
plumero y la mentira, que asoman por encima del jersey de cuello de cisne.
Nieva entre risas y
viejos ritos. Al rato, la nieve se convierte en aguanieve o solo en agua. La
lluvia perfila muy bien los límites humanos. La noche tiene abiertas todas sus
puertas. Y llega un abrazo y los mejores deseos. Es cosa del vino de garnacha, el
primer sorbo, mientras suena un fandango lleno de melancolía y desgarro, como
todo grito. Y con las horas, nos vamos uniendo en la locura de la edad, en las
emociones y en las ganas de vivir. Y así
son los días a medio mes, cuando la noche se inclina sobre mi corazón y
yo salgo de la oscuridad de la calle haciéndome confesiones que nunca me había
hecho. Es lo que tienen estos días de diciembre, en pleno Adviento, que
cualquier espejismo sirve para seguir con esto de vivir, que es como un
contrato indefinido pero sin fecha de caducidad. Son días para improvisar, salga lo que salga.
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2 Comentarios
Bastante bueno. Hay 2 tamaños de letra!
ResponderEliminar¡Me encanta!
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