Ha vuelto el frío y las sábanas de coralina. Las
farmacias venden crema de cacao para los labios y las paqueterías guantes y
gorros de lana, mientras la gente sigue durmiendo en la calle. La vecina me
trae la receta de un guiso y un ladrón ha hurtado una cartera en la
entrada del Metro de Callao y se ha llevado un chasco de aquí te espero al ver
que el botín se reducía al carné de identidad. Y es que hay personas que solo
llevan la cartera para identificarse. El dinero lo tienen
en una caja fuerte y, cuando tienen que pagar el bono del bus, abren la caja
fuerte.
Son días para ir al teatro y leer a los maestros.
Además, viene bien algo de intimidad mientras repasamos unas cuantas lecciones
de juventud. Con las horas, el tintero se va llenando de recuerdos. Y cuando
optamos por salir, nos mimetizamos con esos tonos grises de la ciudad.
Eso sí, procurando no chocar con nadie, porque en estos días cada avenida es un
río de gente, que va y viene, sin tener clara la meta o el destino. También es
un mes de encender el fuego y sacar la mantita que solemos echarnos por encima
de las rodillas cuando leemos. La literatura nos ayuda a entrar en calor.
Luego, con las palabras, hacemos una hoguera. Y con la infancia una fuente en
la que beber. Por eso y otras cuestiones, no tengo muchas ganas de salir y
desplazarme hasta el centro de la ciudad, que es una de las cosas que más me
entusiasma. Sobre todo en estos días en los que la luna se pone muy operística
y suele iluminarme como si fuera el único invitado a la fiesta, y me recibe con
honores en medio de la Plaza Mayor, en pijama, sin antifaz, y abre las puertas
de los cafés y de las bodegas, que es donde se mete la alegría de vivir y no
sale hasta que cierran. Es lo que tienen estos meses, que traen desde “El País
de las Mil Maravillas” unas cuantas toneladas de encanto y, cuando se pasa el
efecto, la mañana se hace larga, la tarde corta, y la noche muy negra. Por el
contrario, en estos días, mientras dura el aura de la fantasía,
pasas a un bar, te acoplas en la barra y hasta un desconocido te puede invitar
a vermú, bien porque ese caballero anónimo está celebrando su divorcio y no
tiene con quién brindar o porque está celebrando que le ha tocado un décimo de
la ONCE, o de la DOCE, que es una cosa que no existe pero que toca, porque la
suerte muchas veces es poner algo de fe. Vete tú a saber… Y
cualquier actor se puede quitar la máscara delante de tus narices y te puedes
beber con él hasta una destilería, y ponerte sentimental, que es lo que nos
pide el cuerpo cuando avanzamos por la calle entre la bruma y el gentío, solos,
huérfanos…, haciendo la ruta del llanero solitario, al que nadie ve y todo el
mundo ignora, mientras caminamos a solas con el niño que fuimos, entre nanas y
la voz materna, con la vida a nuestras espaldas agrietándose, haciéndose
pedazos por momentos, pero sin desfallecer, erguidos y tarareando una bellísima
canción, de esas canciones que tienen más música que letra, y así, sin darnos
cuenta, llegamos al “Kilómetro Cero” de la Puerta del Sol, que es donde se
detiene la gente a hacerle una foto a un ladrillo y donde, según sostienen
algunos, empieza verdaderamente España, obviando a Don Pelayo y a
los que aseguran que España arranca en Asturias, con dos cojones. Un montón de
opiniones a pie de calle o de foto, entre empujones y encuadres imposibles, y
un “por favor, quítate que no veo”, o “quítame esas penas…”, que también sirve,
sin sitio para todos, dado que somos herederos de un país cuya historia ha
viajado en la mochila que llevaba en la espalda José Antonio Labordeta y que
terminaron de escribir en un camping en las afueras.
Septiembre es el mes donde empieza la
apuesta sentimental del comercio. Del neón al luminoso, pero sin mediar
palabra, porque todo atraco se hace en silencio. Cuando nos queremos dar
cuenta, la paga extra ya ha volado de nuestros bolsillos. Es el “sexo sin
placer”. La publicidad pone la mirada irónica de estos días, echándole piropos
al personal, más un chispazo de perfume en el cuello. El olor crea la confusión
y juega al escondite con nuestras convicciones, mandándolas a freír gárgaras
para que el consumo tenga vía libre a la hora de adueñarse de las conciencias.
En esto se parece mucho a la glosa, que suele intervenir en el mensaje creando
un espacio afectivo sin necesidad de que aquel que lo recibe se interpele. En
suma, un mundo de vencedores que se conocieron en el patio del colegio a la
hora del recreo. Y mientras se fuman un puro, dejan puesta la caña de pescar
con la nostalgia como cebo en el anzuelo, y ya solo queda esperar. El resto lo
hace la noche. Y el viento que baja de La Sierra, que es el guardián de las
historias, de lo que sucedió, de los secretos más escondidos en la memoria, y
de aquel niño que se atrevió a subir hasta las montañas y comenzó a
hablarle al viento, que ahora regresa desde su guarida para llevarse
la tristeza y ventilar la ciudad, el viento que pasa cerca de la conciencia y
de los barrotes de mi ventana, con su melodía, y me va despertando. Y es dar la
luz del cuarto de baño y en seguida aparece lo femenino, que se mete
entre la espuma de afeitar. Y coquetea con el espejo y con mi mirada. Es una
suerte asomarse a la “ventanilla” del otro y verlo feliz. El lápiz pinta el ojo
y el peine doblega el cabello hacia un lado, sin raya, no vaya a ser que me
confundan con un militar recién levantado. La mañana sigue dibujándonos en el
espejo. La mitad para cada uno. A veces se cuela algún brazo, o un destello del
foco que hay encima, incluso en últimas interviene el secador, que se lleva mis
canas hacia el lado contrario… Parecemos un matrimonio de época, sin papeles,
sin botones que abrochar, en ropa interior, mostrando los encajes de la
lencería y el azul azulísimo de mi bóxer, la misma imagen que a medianoche
antes de meternos en la cama pero ya perfumados, oliendo a príncipes y a
doncellas, contagiándonos de compañerismo y de amor, y dispuestos a perdernos
por la ciudad nada más terminar de desayunar para seguir escuchando el aullido
del viento y perdernos entre esa vieja estética de todos los tiempos, tan
gótica, que igual va desde un “cyber goth” de Balenciaga que un “look” con
tintes de Gyvenchy, gotas fascinantes en la moda y en el ambiente, que se va
poniendo entre grisáceo y “gore”, ya que el viento no cesa de agrupar a las
nubes como si fuera a caer la de dios. Así que le dejaremos caer, ya
que igual lo que traen las nubes son sueños. ¡Quién sabe…!


2 Comentarios
Bien
ResponderEliminar¡Me encanta!
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