LA REALIDAD EN UN PAQUETE



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Al amanecer, el horizonte ha quedado oculto por el papel de los regalos, que  representa la fascinación del dinero por crear mundos imaginarios para tranquilizar a las  almas. El atraco suelen televisarlo,  pero sólo sacan fragmentos grabados en algún chalet o en uno de esos pisos con el suelo entarimado, o quizás en un dúplex  de una urbanización, no vaya a ser que la estética de los barrios pobres y de “las afueras”  insulte a la sociedad del bienestar.  Vivimos en un sistema lleno de metáforas. O quizás lleno de mentiras.

Me dan ganas de salir  y echar a volar un cometa como cuando era niño, que  era el momento en el que también echaba a volar mis sueños. Durante un buen rato, me quedaba mirando el vuelo del cachirulo en el que tenía puestas todas mis  esperanzas.  Después,  con el corazón templado, me iba hasta Los Pinillos a jugar al Tranco, con mis amigos. Recuerdos que borran  esas otras imágenes del papel regalo envolviendo la vida en los grandes almacenes, más el celofán y el lacito, y los clientes  en cola, tras los dependientes, y estos corriendo  de un lado para otro, a contrarreloj,  cumpliendo expectativas y resultados, tal vez prisioneros de las estadísticas y de la comisión por ventas, mientras van empaquetando los sentimientos, porque en esos regalos está la gloria, fría y artificial, la misma que dentro de nada acabará en los contenedores de basura, una vez que se haya pasado el momento, el subidón, esa emoción inicial ante la novedad,  en tanto que el pajar interior se irá  llenando de repeticiones, de rutina  y aburrimiento.  Con los regalos, lo que se comercializa es una dosis de chantaje sentimental.

 

Muchedumbre de gente


Decía Neruda que “el niño que no juega no es niño y que el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él”.  Pero jugar no es sinónimo de comprar. Poco o nada tiene que ver la voluntad de la naturaleza con este éxtasis creado por el merchandising. La naturaleza es bella sin necesidad de que la conviertan en un parque temático, en una moda o en una postal. El árbol está bien donde está, en perfecta armonía con su entorno,  rodeado de estrellas cuando llega la noche, lejos de la purpurina, las guirnaldas y otros chirimbolos, conformando esos majestuosos y profundos pinares castellanos, tan  admirables, de cuyas ramas cuelga la historia y la verdad.

La irrealidad se mete en las casas  como si fuera un bolso de Loewe. Las heladas dejan a estas fechas en bolas y tiritando. Las aceras son mercadillos ambulantes o escenarios sobre los que se hacen títeres y se interpretan obras de Vivaldi o Haendel, buscando unas cuantas monedas para subsistir. Los personajes forman un ramillete de reyes godos y los transeúntes un fresco pintado sobre un soporte virtual para evitar que  lo borren los del Ayuntamiento, a los que no les va la belleza tan barata,  y encima en este mural “virtualísimo” no hay lanzas como en La rendición de Breda,  que fue una versión algo tramposa de Velázquez, y no sólo porque el color fuera más fluido y las vistas de Breda y sus alrededores inexactos, sino por la luz…,  por eso en el cuadro virtual, en el que se está haciendo sobre la marcha, no hay tour-de-force, sino dignidad con el vencido. De ahí que para este fresco   no se pensara en usar otra superficie que no fuera ésa, la suya,  y así, mientras se fuera pintando,  el sol quedaría a la espalda de la multitud, evitando  que por sorpresa apareciesen las arpías del dinero y se lo llevaran a los subterráneos de la ciudad…, y después, con el tiempo y una caña, apareciese la obra en el MOMA o en Sotheby´s para ser subastado a precio de ganga, porque a esos señores tan sombríos les da igual el  pueblo, el precio de la sangre,  o si se trata de cartagineses o  romanos.  

Y esto es lo que se cuece a estas horas de esta maravillosa y soleada mañana sobre  la acera en la que me hallo.  Y resignado, por el momento,  lo único que se me ocurre es sacarle brillo a la vida como se le saca a los zapatos después de darles betún,  sacarle las pepitas a la vida que es como si se las sacas a un melón, porque la vida hay que pelarla o…, vivirla, sin necesidad de tanto papel charol.

 


 

 

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