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El significado de la llama de una vela |
Octavio Paz decía que de la sexualidad sale una llama azul, la del amor, y otra roja, la del erotismo. De la sexualidad esperamos demasiado, pero, siendo tan sintomática, siempre está bajo sospecha. En el encuentro entre dos cuerpos, no queda otra que echar mano de la palabra para camuflar cualquier duda que surje en el deleite. Por el contrario, el amor, quizás por ser más misterioso y sublime, no tiene la necesidad de explicarse: basta con poner la emoción al servicio de los sentimientos. El amor es el manierismo en la palabra, que impide que triunfe la soledad, de ahí que el enamorado conspire para poseer al otro; mientras que el erotismo es el invitado que sella el momento.
La
mañana trae un aire muy limpio, mientras el amor sigue
impaciente queriendo saber algo más del otro en este abril frío, vestido con un manto de yedra, verde y
abundante, esperando que llegue la hora para salir con el sigilo de una pantera que huele a su presa. Salir para unirnos al ritmo femenino, que
evoca al del cisne, tan majestuoso, caótico, otras, y que siempre resucita nuestra admiración. Lo femenino une el alma con el soneto, el olor
con el deseo, y la lumbre con la urgencia, con la necesidad de amar a fuego
lento hasta terminar socarrado por el latido constante del corazón. Ego amo, tu amas, ille amat… El segundo
asalto o el segundo sexo, sin preguntas, solo con gestos, con la carne,
aderezada por la pasión, mientras evocamos un nombre. Te nombro cien veces con el olor
de la mañana, que huele a mojado, en tanto que afilo el lápiz "Staedtler, número
2", de punta fina, la punta o la flecha que me clavaré para que brote la sangre,
como todo romántico.
Hoy termina la aventura vacacional, mientras recuerdo a Cèline, al que también oposito. Ya sólo me queda apagar el silencio y ordenarlo, porque uno sale de un orden para entrar en otro, del mismo modo que sale de una página para entrar en un campo de hojas en blanco, si bien siempre estamos escribiendo la misma novela y haciendo el amor con la misma mujer. Ya no busco para encontrar. Me conformo con los sueños perdidos que aparecen en la profundidad del espejo: años atrás, con aquella camisa de pana fina azul oscuro, el cabello revuelto, el tiempo vestido de inquietud... Es fácil reconocerme. Olía a tabaco. Ya no fumo. Y también olía a secretos. Los guardaba como un tesoro literario. Pero ahora sé que ya no los necesito. Prefiero el olor de la tinta, tan poderoso. Y no me asusta desnudarme. Voy y vengo por esa imagen interior que me hice un día y por la historia que fui escribiendo alrededor de ella. Ahora, leo esos renglones sobrevolando los sueños, que eran unos cuantos. Los mismos que veía en el espejo.
Esta mañana, ante la hoguera de vanidades, parpadea el significado de las cosas. A medida que transcurre la mañana, me pongo más subjetivo. LLega un momento, que puedo evitar que se me escape una lágrima. Es cuando dejo de curiosisear en mi interior. Y, de paso, también en el interior de los demás, que me genera mucha desconfianza. En seguida, marco distancia y me pongo a salvo de la fiera, de la especie, sobre todo cuando sé que el destino es muy caprichoso y es capaz de meterme como un especímen más en la lección número 72 del libro
de Ciencias Naturales, de cuando el Bachiller Superior: Ecología, de Oikos, de la segunda declinación en ómicron, la casa,
la generación caprichosa que se perdió con las gambas al ajillo y el vermú, y
por la debilidad de la carne, aquella que cenaba guisantes con jamón y que, a
pesar de la bendición, no encontraba fácilmente la salida al mundo laboral. De
ahí que no nos quedara otro remedio que estudiar. Se lo pidió Eisenhower a Franco en 1959, nada más aterizar el 21 de diciembre en la base de Torrejón de Ardoz. La sociedad necesitaba hombres con porvenir y los
partidos políticos cuadros para gobernar. Y llegaron las becas. Muchos fueron los que se apuntaron. Algunos, al principio, entramos la trapo; después, nos quedamos al margen. Teníamos otra aventura en la cabeza: estábamos entre Lord
Byron y “Martin Eden”, de Jack London; entre el poeta y el niño protagonista de El tambor de hojalata, de Voker Scholöndorf; y poseídos por El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman, con aquellas imágenes tan poderosas. Se hacía necesario seguir con los sueños, con la pasión y transitar las calles del adiós, en las que siempre había mucho ruido. Se hacía necesario detenerse y absorber toda la lírica de aquellos tiempos, y tirarse de cabeza sobre el arte y sobre la vida... Y ese arrebato dio como resultado un diario, Trozos/Trazos,
diario de un instante, una literatura que mordía como se muerde una manzana recién cogida del árbol. El mundo necesitaba sincerarse y yo también. Y ahí terminó el coqueteo con lo urgente. Luego, me senté a mi vera, a la vera de mi otro yo.
2 Comentarios
¡¡¡Buenísimo!!!., pero yo dejaba de opositar a Cèline jajaja
ResponderEliminarResalto el texto completo… ¡Impresionante!
Me sigue pareciendo…¡Impresionante!
ResponderEliminarY ese Trozos/Trazos, diario de un instante… ¡Buenísimo!