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| Plácido (Luis García Berlanga, 1961) |
La semana pasada terminó
con nevadas en el norte y frío repartido
por toda la península, tanto o más que el Gordo de Navidad del 2024. Algunas
cumbres, han sido cubiertos de un manto blanco y la luna se ha
cogido un rebote de aquí te espero. Son cosas del tiempo, que está loco de
remate. Las candelas iluminan este frío repentino de noviembre. La vida y sus
ciclos. Entre las diosas de la naturaleza, ha aparecido la magia, esos
caminos del péndulo, entre los que se hallan el espíritu y la verdad. Las
temperaturas se imponen. Se hiela hasta el aliento, como si en el
exterior hubiera una lucha de cuchillos.
Pienso en el frío y en
los sintecho. Personas sin hogar o en riesgo de exclusión social.
También sé que la Iglesia de San Antón, en Hortaleza, estará abierta las 24
horas, como las farmacias, lo que hace que, de la conciencia, cuelgue un
hilo de esperanza.
Son las sombras de la
sociedad. Alfa y Omega, o la otra cara de las ciudades: mendigos, vagabundos,
marginados o marginales (¿nombre o adjetivo?), comebasuras…,
huéspedes del aire. A la mayoría les han quitado la voz y sólo les queda el
llanto y el silencio. Viven donde pueden: bajo un puente, en los cajeros de los
bancos, o en cualquier casa construida con plásticos, cartones y un carrito del
Mercadona. Sombra aquí…, sombra allá…, que debería incitarnos a la reflexión,
porque, si lo pensamos, el único camino que les queda es el de la solidaridad,
puesto que la caridad me parece humillante.
Me viene a la memoria la
película Plácido (1961), de Luis García Berlanga y un
magnífico guion del genio de Rafael Azcona, entre otros lumbreras, con
aquel eslogan de “siente un pobre a su mesa”. Neorrealismo en estado puro,
porque lo que en realidad hizo Berlanga fue dirigir el tráfico. ¡Esas actrices…,
y esos actores…!!! Y entonces no había series de televisión...
Hoy, seguramente les
toque a muchos otra noche a la intemperie. Las noches son gélidas, últimamente.
Los sintecho (escríbase todo junto) son una deuda pendiente. Y
los albergues, muchas veces, no son suficientes. Están colapsados. Además
muchos no quieren ir a los albergues porque aseguran que son cárceles
gestionadas por empresas privadas. Y por eso, prefieren dormir en la calle.
Últimamente, cerca de estos albergues, se han visto banderas de okupas y
anarquistas. Se están uniendo para hacer una cadena infinita.
En el puente que une
Juan Bravo y Eduardo Dato, concretamente en La Castellana, 42 vivía José Andrés
Castro Azalea, que por aquel entonces tenía 53 años. Lo conocí en una de
las muchas colas que tuve que hacer en el Registro Mercantil, sobre todo cuando
tocaba presentar los “libros de cuentas anuales”. La cola que se formaba era
infinita y zigzagueaba entre los edificios como una anaconda. Él, de vez en
cuando, se acercaba por allí y pedía cualquier cosa a las personas: dinero, un
cigarrillo, algo de conversación… Fueron muchas las veces. Y le tomé
aprecio. Era muy buena gente. Y ahora con tanto frío, no
me puedo imaginar lo que estarán pasando... No avanzamos.
Bajo aquel puente,
vivía rodeado de esculturas de Chillida (La sirena varada), Francisco Sobrino,
Martín Chirino, José María Subirachs… Todo un museo al aire libre. De
esculturas y de seres humanos. José Andrés, en su día, tenía un negocio con su
hermano, mujer y dos hijos. Entró en suspensión de pagos y se rompió su
matrimonio. Vivía pendiente de que el Ayuntamiento le concediera una renta
mínima. El impacto psicológico que hace en las personas es bestial. Muchos
acaban dándose a la bebida o a las drogas.
Vivir en la calle,
despojados de dignidad y sin saber si mañana amanecerán vivos. La delgada línea
roja… La mejor medicina es un abrazo y unas palabras. Un remedio casero
efectivo. A veces, la vida, cuando menos te lo esperas, crea una cortina de
niebla en el interior de nosotros. Muchos se sienten miserables. Y siempre
están enojados con la vida o con ellos mismos…
Quiero viajar a la
frágil frontera de la inconsciencia, como Strindberg, y llenarla de árboles y
flores silvestres e ir apagando ese dilema moral. No podemos echarle la culpa del caos a las inercias de la vida, a
nuestra vida acomodada. Es la historia del desarraigo, de los sueños rotos.


3 Comentarios
Qué manera tan sutil y bonita, de hablar de los “huéspedes del aire”
ResponderEliminar¡Me encanta!
Soluciones?
ResponderEliminarLa dura realidad…
ResponderEliminar¡Buenísimo!