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Los Pinillos de la carretera en Casas Ibáñez |
La lluvia sigue leyendo la actualidad
sobre los tejados mientras va llenando de emoción nuestro paseo diario por las
calles. Mayo trae muchas flores, el recuerdo de mamá y lluvia, que es un río
que se descompone en miles de gotas para que nos sea más sencillo navegar por
el tiempo. La lluvia y el tiempo, siempre dispuesto a volver para regalarnos
unas horas en las orillas salvajes de nuestra soledad, de nuestra grandeza…, de
nuestras voces, que se las lleva el agua y nos trae otras para que sigamos
dialogando con este drama callado y con la madre que nos trajo al mundo, siempre
llena de fuerza y amor, sin necesidad de que sea domingo, con ese rostro
renacentista y sudoroso y violento hasta que nos oyó llorar. Y con el llanto formó un jardín del amor, más
allá de la biología, un jardín ajardinado y un poema en el corazón, y un vínculo,
sin que dejara de hablarnos en ningún momento, o de cantarnos mientras bajaba la
fiebre del parto, que era una forma de ponerle majestuosidad a aquel momento, y música,
si cabe, esa música inédita que salía
del centro de la tierra, o de no sé dónde..., pero que salía, y que iba creando un hilo conductor, un nexo de unión…, un rastro
de ternura que nos uniría para siempre a la mujer en el tiempo, a la esfinge, a
la maestra de nuestros primeros pasos, y a la belleza, la misma que nos esperó
sin desvelo y que no pudo contener las lágrimas, completamente fascinada, nada más ver aparecer nuestro cuerpo envuelto
en la sangre de la mañana o del atardecer, según ordenara el tiempo, que ya
venía disfrazado de poeta.
Carmen Valiente, mi madre (1935) |
La lluvia viene bordando palabras y
trayendo recuerdos. El rito evoca todas las formas y aparece un cisne. O una
rosa. La naturaleza pone ante nuestros ojos un símbolo de la belleza, que es la
que nos ayuda a descubrir el mundo. Y a mamá, tan elegante los domingos, con
aquel resplandor íntimo que tenía…, tan segura de sí misma…, que, nada más
vernos, nos regalaba un beso. Y yo me quedaba mirándola mientras se alejaba bajo
el sol radiante en aquellos días felices. Entre nosotros había un lenguaje
directo y secreto, sin palabras. El amor es tan viejo que no necesita vocablos.
Es un sentimiento que tiene mucho que ver con el silencio.
Llueve y se abre la biografía, la
primera página de aquellos recuerdos, de las nubes chorreantes y los pantalones
cortos de mi infancia, hilvanados a mano
y rematados en la máquina de coser. Coser y cantar, cosa que hacía muy bien el
jilguero de la jaula, y mi madre cuando enjuagaba la ropa en el agua fría en la que disolvía los polvos
lapislázuli. Blancura y encuentros en aquella infancia de miradas y
repeticiones, de gestos, por cuyo cielo se cruzaba un rayo azul. El azul de la
costumbre, del día a día, de la verdad y los paraguas, de cada hoja de aquel
libro donde íbamos escribiendo nuestra vida, tan pequeña, tan tierna, tan sutil
o tan dura, de tal modo que a veces nos hacía
suspirar. Suspirábamos y volvíamos a lo nuestro, que no era otra cosa que
vivir. Vivir para ver, para recordar, para levantar la cabeza hacia el cielo y
ver cómo llovía, cómo se acumulaba el tiempo en nuestra mirada a medida que se iba yendo por el Este. Yendo y viniendo, nuestra vida y la de todos, la misma de siempre, tan
loca y tan vieja, la que nos hace abrir el tintero y ponernos a trenzar durante
un rato unas cuantas palabras antes de que sea demasiado tarde. La mañana no da
para mucho más. Luego, sólo queda tender esas sábanas blancas y guardar en la memoria aquellos recuerdos de azul y oro que aparecen los domingos mientras mamá nos hacía la
raya en el pelo y nos rociaba con el perfume del amor. ¡Cuánta gratitud...!
1 Comentarios
Tu, sí que eres un poeta.
ResponderEliminarPrecioso relato exaltando a tu madre.
¡Impresionante!