LA HISTORIA DEL HIELO






La historia arranca sobre los años cuarenta, cuando las barras de hielo alimentaban todas las heladerías de los pueblos y ciudades. Una barra duraba un día. Las fábricas de hielo eran una próspera industria. El hielo se hacía a través de una intrincada maquinaria a vapor. Llegaban los carros y los llenaban con barras como si fueran lingotes de oro. El hielo era un universo apasionante que fascinaba a los niños y que muy pronto sedujo a los humanos, además de ser un negocio muy rentable.  

A Ramón García, el Gaseosero, le faltaba un ojo porque, al parecer, le explotó un sifón en la cara. Quizás esa fuera la causa de su mal genio. Siempre estaba enfadado:  con él o con el mundo.

 Mientras las barras de hielo se congelaban ─y tardaban unas seis horas─, entretanto y para no perder el tiempo, los trabajadores de la fábrica iban rellenando botellas con dosificador, los llamados sifones, a los que se les metía soda o agua de seltz. Pero sus mejores clientes, todo hay que decirlo,  eran los heladeros, que compraban diariamente grandes cantidades de hielo en barra, que después picaban, para ponerlo alrededor de los bidones de corcho, entre los que también echaban sal, para mantener a temperatura los helados. Luego, en la tarde, salían a vender sus delicatesen. Incluso llevaban otro recipiente de acero inoxidable para la horchata, que era otro de los productos de moda.

En la fábrica se trabajaba por turnos de doce horas. Era muy duro y poco recomendable para la salud. Todo se hacía a mano. Las cámaras estaban a diez bajo cero y fuera la temperatura era de treinta. Esas diferencias tan bruscas hacían que la gente enfermara con facilidad. Sobre todo con el amoníaco líquido que, al evaporarse rápido, producía un intenso frío que se aprovechaba en la industria para enfriar la salmuera para que, ésta, a su vez, enfriara el agua hasta congelarla.

Muchos comerciantes de pescaderías iban hasta el mar con mulas; otros, avanzando en el tiempo, con camionetas, y traían el pescado y los calamares envueltos en paja entre la que metían inmensos bloques de hielo que cubrían de sal, una forma de que  el producto llegara fresco y en perfecto estado para el consumo. Se sabe que, desde el siglo XVI, los arrieros maragatos procedentes de León, traían desde Galicia y las costas del Cantábrico hasta Madrid buen pescado. Venía metido en los capazos o serones que iban sobre las mulas y los burros, entre barras de hielo y paja con tal de que aguantara el viaje. También se traían calamares. El bocadillo de calamares fue el alimento de la Contrarreforma. Con la reforma católica, muchos  ciudadanos, durante cuarenta días, no podían comer carne. El pescado fue un producto muy demandado en el interior del país.

Pedro el Sifonero, como le llamaban en Turuelos a un chaval que rondaba los veinte años, todas las mañanas iba por las comercios, principalmente heladerías y pescaderías, repartiendo gaseosas y sifones, pero sobre todo barras de hielo. A pesar de su juventud, tenía las manos agrietadas por el frío. Iba con un carro y una burrilla a la que le tenía un especial aprecio. Un buen día, se hartó de ese trabajo y se marchó del pueblo. Por recomendación, consiguió un trabajo en el servicio de mantenimiento e instalaciones de la Guardia Real del acuartelamiento que había en El Pardo, en Madrid. De la noche a la mañana, su vida cambió. Sin embargo, hay quienes mantienen que su marcha no se debió al trabajo, sino  que de por medio hubo algunos asuntos ideológicos. El chico y el viejo estaban en las antípodas, pues el joven era un acérrimo del Caudillo y Ramón, que luchó con los republicanos, siempre se había declarado socialista. Y de vez en cuando, en el tajo, el amo sacaba algún chisme. Y en más de una ocasión, Pedro y los demás trabajadores, le habían oído decir que él había estado comiendo en Turuelos con Tito, que después fuera mariscal y presidente de la república de Yugoslavia. Presumía de ello. Los encontronazos verbales entre los dos eran cada vez mayores. Y más sonoros. Y así hasta que un día casi llegaron a las manos. Y ahí Pedro comprendió que todo se había acabado. Y se fue.

Según Constantino García, que durante la Guerra Civil fue comisario de la Zona de Levante, Josep Broz estuvo reclutando voluntarios para que formaran parte de las Brigadas Internacionales en la zona de Morata de Tajuña, a la que también asistieron Togliati, André Marty, Pablo Bono, Líster, el general húngaro Gal, Burillo y Madroñero. Dos días después se libró un contrataque de las tropas republicanas sobre la Marañosa y las alturas del Pingarrón. La lucha, como así lo describieron los historiadores, entre ellos Turón de Lara y Ricardo de la Cierva, prosiguió varios días. Las colinas estaban llenas de cadáveres. Los combates aéreos fueron de gran intensidad. Había momentos en los que sobrevolaron los cielos más de cien aviones.

Poco tiempo después, Francisco Ballesteros, invitó al camarada Tito a pasar unos días en Albacete. Incluso pasaron por Fuentealbilla. Tanto es así que a un niño de la localidad, recién nacido, sus padres le pusieron Tito en honor del yugoslavo. A continuación, después de saludar a los compañeros del partido y sindicalistas, la comitiva se puso en marcha y horas después llegó a Turuelos. Comieron juntos Constantino, Francisco, Bono, Ramón García…, entre otros,  y Josep Broz, el camarada yugoslavo que, por aquel entonces, tendría unos treinta y siete años. Era hermético. De pelo castaño. Vestía chaquetilla, correaje y pantalón de paño grueso. Calzaba botas altas y usaba una boina olivácea.  Todo esto sucedió en febrero de 1937, un día rojizo, frío, tanto o más que el hielo que fabricaba Ramón el Gaseosero, que, de vez en cuando y ante sus trabajadores, le gustaba recordar aquellos tiempos.




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