LAS SORIAS: AQUELLA ALDEA DE MI INFANCIA
Aquí en esta casa brilló la libertad y el amor.
Con sus cosas, claro está, pero con toda la luminosidad de aquellos años. No
hubo derroche, pero fuimos elegantes. Con cierto estilo. Y con la lección
aprendida a la hora de hacer el nudo de corbata. Pobres y humildes, pero
pulcros. Y de buenas maneras. Mi madre cosía, en la máquina Singer, las
incertidumbres. Y mi padre sacaba agua del pozo, para la sed. Todos
rescoldábamos del mismo brasero e íbamos poniendo o quitando las pausas que
necesitaba la vida en cada momento. Y cuando venían las prisas, nos hacíamos un
manojo. Y la yema del dedo tapaba la herida del otro. Y todo eso unía y creaba
un sentimiento poderoso. Y juntos fabricamos un cielo. Y un escenario con su
telón para hacer nuestro teatro, con toda mi familia actuando en una obra tan
compleja, como la vida misma. Y entre acto y acto, veíamos las posibilidades de
salir adelante: una chica y dos muchachos. Todos muy pequeños todavía: mi
hermana con un año, mi hermano con ocho y yo con seis. Y en un descanso de la
obra, alguien dejó una ventana abierta de par en par, y Juan y yo cogimos la
tos ferina, una enfermedad infecciosa bacteriana que nos causó una tos
incontrolable.
Era verano, como ahora. A parte del antibiótico, para evitar
el contagio de mi hermana Carmen, el médico aconsejó separarnos por un tiempo.
Nos llevaron a Las Sorias, una aldea que distaba unos veinte kilómetros de
Casas Ibáñez, donde vivían dieciocho habitantes, sin contar unos amigos de mis
padres, un matrimonio, Flora y Fernando, con el que estuvimos viviendo seis
semanas, en habitaciones de yeso, merendando pan con pringue, pan con dos onzas
de chocolate, pan con lo que fuera, mientras ayudábamos a trillar las mieses,
recogíamos fruta de los árboles, hortalizas en la huerta, y cuidábamos de unos
gatitos recién nacidos. Mi hermano, los domingos, ayudaba en la celebración de
la misa que se llevaba a cabo sobre un mantel blanco y una mesita de noche, sin
ara y sin candelabros, y que era oficiada por Laureano, que no tenía título ni
hábitos, pero el caso era enviar una oración a cuantos querubines, santos y
dioses la quisieran escuchar. El resto del día íbamos casi desnudos, sin
camisa, con unos pantalones raídos, unas sandalias, los cuerpos quemados por el
sol, y felices, pues las toses, con los días, fueron remitiendo. Tengo grabados
en la memoria aquel mes y medio de mi vida, pero sobre todo aquella luz tan
impresionante en aquella aldea perdida en un lugar de La Manchuela, como si
fuera el cuadro más bello y más grande del mundo. Puedo decir, y en voz alta,
que allí, durante esos cuarenta y cinco días, fui feliz. Y jamás olvidaré los
colores, los olores y el sabor de una lechuga cogida de la huerta y lavada en
la acequia, con el agua corriendo limpísima y, a continuación, meter esa
lechuga en la orza llena de miel recién cortada. Y…, a la
boca. ¡Un manjar inolvidable!
3 Comentarios
¡Poderoso!
ResponderEliminarMe ha encantado. Conozco lo que queda de la aldea de Los Sorias. No sé si los datos y nombres que mencionas, son ciertos.
ResponderEliminarDe esta aldea ya no quedan ni los restos de su gran olmo.
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