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Greta Scacchi y Peter Coyote en "Un hombre enamorado" (1987) |
Hubo una época en la que, imitando a
Cyranno de Bergerac ─salvando las distancias, como suele decirse─, me dediqué a
escribir cartas de encargo, con tal de fajarme en la faena y aprender el
oficio. Cartas escritas a pluma, en papel de pergamino, con sello y lacre, y
rematadas con una posdata, que venía a ser como la vitola de un puro habano.
Dado que las cartas iban teniendo su
éxito, decidí utilizar ese frondoso pensil en beneficio propio y aprovechar la
coyuntura para seducir a las piedras preciosas del barrio, que, embutidas en la
elegancia de la edad, tan jóvenes como éramos, pasaban de vez en cuando delante
de mi mirada, casi desfilando. Y debo de reconocer que esa opción fue un error,
un gravísimo error. Sobre todo porque ese juego después se volvió en mi contra.
¿Cómo lo explicaría…? Quizás tuviera que ver con aquello que decía
Marguerite Yourcenar: “Las palabras traicionan a las palabras”. O aquello otro
que dijo el poeta: “Y entonces llegó la duda…”.
El caso fue que… La primera carta que
escribí como “profesional” se la envié a Mariola, la chica que trabajaba en la
fotocopiadora. Y como me pasaba muchos ratos haciendo fotocopias, nos dio
tiempo a hablar de esto, de aquello… Luego fue llegando la complicidad…, la
confianza iba en aumento…, hasta que un día, después de que yo le dijera que
“escribir es corregir”, algo que para mí, por aquel entonces, era casi un
secreto, entonces, ella, sin reparos, de una manera muy espontánea, me
confesó…: ―“Yo tardo en llegar al orgasmo lo mismo que dura el Bolero de
Ravel”. Ante tanta espontaneidad… Mariola era bella, disparatada… Fumaba
sin cesar y yo le decía: -“ El día que te mueras, te van a enterrar con un
paquete de Pall Mall. Por si no lo sabes, fumas la misma marca que
Merlina Mercury, la actriz griega”. Y se echaba a reír como una romántica
indolente. No le importaba morir joven, porque pensaba que, de ese modo, no
tendría que acudir a ningún dios. Un cadáver con hormonas no necesita compañía
(así lo pensaba). Cada vez que se secaba el cabello, se maquillaba, o se
pintaba los labios…, se convertía en otra. Entonces mi pluma se volvía loca al
comprobar, sobre todo, esa dulce manera que tenía de bajar la mirada. En
aquellos momentos, al no poder escribir ni una sola línea, me ponía a leer lo
que tenía escrito en su espalda. Y cuando se perfumaba, parecía perfumar las
puertas del cielo. Pero, como suele suceder, al final las mujeres siempre
acaban sabiendo quiénes somos. Cuando me sinceré ante aquella alma tan dispersa,
se ralló como se ralla una corteza de limón. Ya se sabe: las relaciones son
frágiles como las pompas de jabón y, cuando hay tormenta de emociones, siempre
se encharca algo. Y es difícil conservar la amistad, porque la amistad necesita
que la rieguen como se riega una planta. La amistad y el amor: cuando admiras a
alguien, te da la mano y no te la lavas en un mes. Debo admitir que sentí lo de
Mariola más de lo que esperaba. Y esto se debió, quizás, a que, en esos escasos
meses que estuvimos juntos, llegamos a conectar bastante, incluso en nuestro
propio fracaso, a sabiendas de que el fracaso es la esencia de muchas cosas.
La última vez que quedamos, fuimos juntos
al cine en el Bellas Artes. La película era "Un hombre enamorado" de
Diana Kurys, con Peter Coyote y Greta Scacchi, un “biopic” sobre la vida
de Cesare Pavese. A unos metros de distancia, tres o cuatro unas butacas más
allá, reconocimos a Pedro Almodóvar. Llegó tarde y se marchó pronto. No soportó
el metraje. No es que la película hiciera las delicias de la crítica y no
tuviera errores, que los tenía, pero la sola presencia de aquella mujer
exuberante, fresca, hermosa, sensual…, creo que eran razones más que
suficientes para soportar cada una de las secuencias en las que la actriz
sacaba todo lo que tenía dentro, llenando de pasión el patio de butacas. Al
parecer, al manchego no le iba la Greta. Y se le vio el plumero.
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👏👏👏
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