Cuando en abril del 39 acabó la Guerra
Civil, Juan Bastida tardó casi un mes en llegar a Turuelos. Entre los disparos
incesantes desde los barcos hacia el interior y los de la aviación… a la
población, indefensa, se le hacía muy difícil atravesar las líneas y andar por
los caminos, y sobre todo por algunas carreteras. Fue cuando se produjeron las
masacres de lo que vino en llamarse la desbandá. La
gente solo se atrevía a caminar de noche. Aun así…, debían tomar
muchas precauciones.
Juan estuvo treinta años escondido. Era anarquista y poeta. Y, por miedo a
las represalias, dado que había organizado una célula del sindicato de la CNT,
decidió esconderse en casa de su madre, sin saber, en aquellos momentos, que
aquella guarida iba a ser su topera durante muchos años.
En el techo de una de las habitaciones de la casa materna había una
trampilla, en medio de dos vigas. Fue un encierro aterrador. Juan siempre
estaba furioso. Y cansado de la vida. Cada dos o tres meses, se acercaban hasta
la casa de su madre, donde se hallaba escondido, su mujer y sus hijos.
Salió del agujero, por llamar de algún modo a aquel desván, el 11 de abril
de 1969, tras la amnistía del general Franco. Los topos comenzaron
a salir como los hongos o las vaquetas (caracoles serranos), después de la lluvia. Aquel día se inscribió en el Registro Civil de nuevo con
sesenta y un años. Toda una vida perdida entre aquellas paredes.
Hubiera podido entregarse, pero habría entrado por una puerta y salido por
otra. Vivo y después muerto. Sin duda alguna. Y el miedo lo paralizó. Sí,
porque en el frente había militares y requetés, pero en las ciudades y en los
pueblos estaban los falangistas, que eran peores; unos salvajes. Desde el
aceite de ricino y las palizas en el cuartelillo, a las torturas. Luego, les
daban el paseo y los fusilaban.
Se acostumbró a vivir peor que los animales. Estuvo a punto de marcharse,
en una arrancada, pasara lo que pasara. Tenía pensado huir hacia Portugal por
la noche después de la procesión de la Virgen de la Cabeza. De pronto, un
relámpago le vino a la mente: su mujer, Juliana, su chico, el Gabriel, y su
hija, la Rosarillo. No podía dejarlos allí e irse a la aventura. Eran todo lo
que le quedaba en la vida. E igual no lo conseguía. Fue cuando un amigo,
Ventura, enterado del asunto, le dijo a su mujer que había estado preguntando
por ahí a gentes conocedoras del tema y que el único sitio seguro donde
exiliarse era México.
Entonces, todo se vino abajo. El país centroamericano estaba muy lejos y no
había dinero. Juan se quedó con las ganas y se llenó de rabia. Y, de la noche a
la mañana, empezó a escribir poesías en cuartillas. Llegó a hacer una quintilla
sobre la libertad. Había aprendido poesía leyendo de joven a Gonzalo de Berceo,
Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Góngora, Francisco de
Quevedo, pero sobre todo fue Fernando de Moratín el poeta que le cautivó con
sus quintillas, con esos poemas que eran música y ritmo, partituras perfectas.
Porque Juan quería sonar “a siempre”, a un poeta antiguo y no a uno del
momento. Y se puso manos a la obra. Llegó a escribir, en los treinta años, más
de tres mil versos. Casi siempre había un tema para cada verso o composición,
pero sobre todo lo que había era un enemigo invisible que siempre rompía todos
sus sueños y su vida en mil pedazos y los esparcía por un campo de odio como
ráfagas de ametralladora, un odio que se fue borrando de su corazón con el paso
del tiempo y con la ayuda de Juliana, Gabriel y Rosarillo.
Al poco tiempo de salir de aquel escondite, consiguió trabajar en una sala
de billares y futbolines que había en la calle La Tercia de Turuelos, donde los
chicos, además de jugar a las 41 con unos palitos y una bola de
marfil sobre el tapete del billar y a las típicas partidas de futbolín donde
reinaba la rivalidad, podían comprar caramelos, patatas fritas, cortezas,
panchitos, pero sobre todo cigarrillos, que consumían con prontitud y a diario,
pero no solo los chicos, sino también los niños, que, sin rebasar
los catorce años, los compraban sueltos, es decir, uno a uno. Y Juan
tenía que hacer la vista gorda, porque en aquella sociedad reinaba la
hipocresía. Desde el Pipper, cigarrillo mentolado y rubio, al Pall-Mall,
pasando por el Winston, Camel, Ducados (tabaco nacional y negro), Coronas, y
así hasta una larga lista donde destacaba el Lucky Strike sin boquilla, el mismo que
acostumbraba a fumar en las películas Humphrey Bogart, sin olvidar los
cigarrillos liados en papelitos de colores. Punto de encuentro y reunión de los
jóvenes y los niños de la época, la flora y la fauna de los salones en los que
se pavoneaban los macarras con sus chicas de terciopelo, bautizadas con
perfumes caros y embutidas con todo un repertorio de un muestrario
de lencería, mientras él se dedicaba a hacer el papel del boss en
la calle, acompañado de cuatro mataos, que tenían menos
luces que las farolas que había en la calle de La Tercia.
Aquellos futbolines eran un tugurio lleno de humo,
a veces maloliente, donde se escupía en el suelo, se apostaba o se jugaba al
dinero, sin música ambiente, sin salida de emergencia, en los que
por la tarde se reclutaba a un montón de púberes para sacarlos hechos “ unos
hombres” a base de destrozarles como fuera su infancia con toda la perversión
que permitía aquel sistema, que era mucha.
Y Juan aguantó allí poco tiempo, el justo para salir adelante, hasta que, un par de años más tarde, pudo colocarse en una cooperativa vinícola de la comarca, con la ayuda y las recomendaciones de su amigo Ventura, y de su saber hacer con la poesía, porque, tras la entrevista con el director, lo pasaron directamente a las oficinas, donde permaneció el tiempo requerido o exigido hasta poder jubilarse. Pero antes y después, lo que no cambió en él fue la idea de la libertad, de la lucha por un mundo nuevo, porque la libertad y el compromiso eran fáciles de rimar en un poema, aunque fuera en una rima simplona y asonante, pero rima a fin de cuentas, porque con buena mano se pueden armonizar polos, ideas e incluso todas aquellas tangentes que se cruzan en la vida, y, por qué no, también la victoria, el triunfo sobre la desesperación y el lado absurdo del ser humano. Y paso a paso, verso a verso, persuadir con la palabra a la parte más testaruda del mundo, porque entonces y ahora y siempre una palabra será algo más cuando va unida a otras palabras. A eso se le llama fe. Y creer en un mundo en el que vivir sin miedo. Y eso hizo la poesía dentro de Juan Bastida. Le quitó el miedo, hablándole como se le habla a las mujeres y a los hombres.



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