EL VIENTO EN LA COLINA: La España vaciada X





A unos kilómetros de Turuelos,  en un paraje abrupto a las faldas de la sierra de La Tagardilla y a unas leguas del río Balderón, se hallaba El Belloto, una casa de campo a la que daba nombre una gran encina que se elevaba a los cielos, donde tuvieron lugar grandes historias y la familia de Manuel y María Antonia fueron descubriendo el significado de la vida.

Aquel belloto era un árbol singular, que,  desde su juventud, había ido buscando la sabiduría de la naturaleza.  Alrededor de aquella casa, distribuidos por el perímetro de la huerta, apenas si se distinguían otros árboles, ya fueran  unos melocotoneros, algunos olivos, y tres manzanos. Ya en la lejanía, como si fueran sombras, se expandían los pinos piñoneros de la sierra. 

Realmente, nadie sabía su edad, aunque había quienes se aventuraban a decir que rebasaba los trescientos años. Otros lugareños aseguraban que podría rondar el milenio.

Aquel árbol había nacido allí para procurarle a cuantas familias un puñado de sentimientos duraderos y sosegados. Porque un árbol siempre fue generosidad en cuya corteza se tatuaban muchas verdades. Luego éste se las contaba a la lluvia desde sus raíces y la lluvia se  llevaba  esas verdades o secretos por  toda la comarca.  Es más, la encina dejó constancia de lo que podía ser o no contado, advirtiendo a la lluvia de que no todo empezaba ni terminaba en el ser humano. Jabalíes, topillos, conejos, perdices, pájaros, culebras, alacranes… Todos los animales escuchaban a la encina.  Algunas veces también se dignaban  a prestarle atención los humanos. No todos, pero sí algunos. Pero el más fiel era el  zorro, que visitaba el belloto todos los días. Las raíces de la encina, que estaban entrelazadas entre sí,  le iban contando a este zorrillo, espabilado y atento,  parte de aquellas verdades o secretos, que ya conocía la lluvia. El zorro entendía a la perfección todos los mensajes. Le gustaban tanto que, después de escuchar a la encina, se iba todos los días correteando la ladera, tan feliz. 







El árbol vegetaba cercano a la casa principal, por donde corría un venero de agua que transcurría debajo del árbol, lo que hacía que la pradera se mantuviera fresca la mayor parte del año. Y quizás fuera esta disponibilidad abundante de agua, la razón de su colosal tamaño. Lo cierto era que el agua fluía por cientos de puntos del terreno como si buscara la libertad, incluidos los chorros que iban a parar  a la fuente del Piloncillo, que se había formado en una ladera abancalada, y  que donde el ganado solía detenerse  a abrevar.

Manuel y María Antonia no tuvieron muchachos que ayudaran en las duras labores de la labranza y de la huerta, sino cuatro hijas como cuatro soles: Maruja, Enriqueta, Mercedes y Carmen. Con la edad, Manuel iba estando cada vez para menos trotes y no era la semana que no se pasaba dos o tres días pachucho. Y la mujer, María Antonia, tras perder el juicio, vivía en  su limbo mental,  lo que obligaba a las hijas, de algún modo, a establecer una cierta vigilancia sobre ella, no fuera a ser, que en una de ésas, hiciera  algún desatino. Aquellas muchachas trabajaban de sol a sol con los animales, los campos, las faenas domésticas de la casa… Nunca se escuchó una queja de aquellos labios. Mientras una se lavaba la cara y las manos, otra echaba la patata al puchero, donde cocían a fuego lento unas  legumbres. Era el único rato que tenían de descanso, de asueto. Entretanto, comentaban  cómo iba la siembra o si sería conveniente llamar al veterinario de Turuelos para que le echara un vistazo a uno de los cochinos...,  o cuál de ellas iba a ser la que iría al mercadillo para vender las hortalizas el siguiente lunes… Manuel, por su parte, dado su estado de salud, sentado sobre una silla, se entretenía haciendo cestos de esparto, sogas y jaretas, e incluso alpargatas. Era un maestro con los cordeles. Y su manera de contribuir a la economía familiar. 





Una huerta como El Belloto, por aquel entonces, desempeñaba un papel importantísimo en el sostenimiento de aquellas poblaciones circundantes a los núcleos con mayor número de habitantes. Legumbres, hortalizas (cebollas, calabazas, nabos…) e incluso algunas frutas. Y como Manuel no podía pagar a los jornaleros, quienes atendían la labranza y el pastoreo eran sus cuatro hijas. También limpiaban los cobertizos y las cochiqueras de los animales. Y si quedaba un hueco, se acercaban hasta la cueva, de las muchas que pululaban por los alrededores, a coger el champiñón que criaban en temporada.

La finca tenía más de una treintena de almudes. Las lindes estaban marcadas con mojoneras. En el centro se hallaba la casa y la encina gigante. Y en los cobertizos y en los corrales anexos..., dos arres, una burra y un mulo. Y ganado lanar y cabrío, y tres muruecos, cuatro cojudos, ovejas, cabras, corderos, corderas, veinte chotos, diez primales… Y al otro lado, la piara de cerdos.

El día se confundía con la noche. No había tregua ni descanso. Ni otro modo de vida. El cuadro psicológico se podía definir de la siguiente manera: cuatro mujeres, casi analfabetas, que se enfrentaron a las circunstancias con la fuerza de la juventud a las que el tiempo las fue desdibujando hasta quedar como siluetas de un entorno, de un lugar cuyo nombre recordarán para siempre porque allí aprendieron que la vida no te exige demasiados requisitos para enfrentarte a ella, excepto una fuerza, una voluntad y una entereza insoslayables que hablarían de aquellas luchadoras fueran donde fueran. 






Ahora todo son ruinas, menos la encina, que sigue sus conversaciones con los animalillos y con otros zorros. Después de morir Manuel, y más tarde María Antonia, las cuatro hijas partieron hacia destinos diferentes. Una se casó con un mozo roscachán de Jorquera que tenía dos aficiones: cazar y enviscar a la antigua (a base de lazo, podenco y hurón), y buscar  una novia recia y fuerte. Otra emigró a Suiza y allí contrajo matrimonio con un italiano que hacía de chófer en la casa que ella trabajaba de sirvienta. La tercera decidió mantener su soltería y montó un taller de máquinas de tricotar en Alicante, que le dio muy buenos resultados, sobre todo económicos. Y la última, la mayor, Mercedes, asistió durante muchos días y algunos años a la escuela nocturna de mayores, hasta que consiguió sacarse el Certificado de Estudios. Después se amancebó con uno de los maestros que le dio clase y con el que tuvo dos hijos. Y siguió estudiando. De Turuelos se fueron a vivir a Cuenca. Con el tiempo, consiguió terminar los estudios de Magisterio. Ejerció de maestra hasta su jubilación, a  principios del siglo XX. Fue un ejemplo de superación. Era una devota de la lectura. Tenía el coraje dentro de sus ojos, en aquella mirada verde aceituna. Era tal la fuerza… que había  mucha similitud entre ella y el belloto a cuya sombra se crio.

 

 


 

 





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