Andando por la ladera de
las montañas, como a cuatrocientos metros de Turuelos, en un rellano muy
verdoso, se hallaba el pozo los Cordeles, sobre el que había una noria que funcionaba utilizando el impulso de las caballerías. Normalmente algún
burro o un mulo; excepcionalmente, un
buey. Toda la maquinaria estaba instalada sobre un pozo comunal. También, cerca
de la noria, había unos bancos para que se sentaran quienes tenían que esperar
para llenar sus cuencos o garrafas, sobre todo pensando que hubiera esperando
alguna madre con niños o algún anciano
que se había fatigado caminando esa distancia que separaba el pueblo del pozo. Pero
la mayor parte del agua se dedicaba al riego de las huertas que había en la
llanura.
El
artilugio era tan complicado como sencillo: la rueda horizontal, tirada por el
animal, transmitía su giro a la rueda vertical instalada en la boca del pozo,
la cual tenía una cuerda circular con vasijas, que, al girar, elevaban el agua
hasta la superficie. Entre los entendidos, se aseguraba que, este tipo de
norias, las trajeron los asirios. La de
Turuelos, concretamente, la hizo Joaquín, el carpintero, y su hijo, Daniel, a
base de madera, fijándose en unos planos de otra que había instalada en Ávila.
El pozo, por aquel entonces, tenía mucha profundidad y más de dos metros de
diámetro. Fue una fuente de vida y también de leyendas.
Cuentan
que en el siglo XI, la noche del 24 de mayo de 1085, el líder musulmán Al-
Nader no quiso pactar la retirada de sus tropas con el rey Alfonso VI y
entregar pacíficamente su reino y las ciudades de Castilla. Pidió refuerzos.
Enviaron a un príncipe y gran guerrero.
Una mañana, temprano, las tropas árabes atravesaron la sierra de la
Tagardilla y, al pasar junto al pozo, el príncipe musulmán vio a una
muchacha andando con un cántaro apoyado
en su cadera, de regreso a casa. Se detuvo frente a ella y quedó prendado de su
belleza. Enamorado de la hija de Basilio, el herrero, mandó detenerse a sus tropas y envió a un
emisario al emir para que se rindiera.
No quiso seguir luchando.
Son historias que han ido trascendiendo a través de la tradición oral de estos pueblos. Otros mantienen que un hombre ebrio violó a una muchacha y de repente el pozo se desbordó e inundó la comarca. En la antigüedad, los pozos representaban la fecundidad, la cual venía del agua a través de la mujer. Hay quienes afirmaban que en ese pozo se celebraba un rito que consistía en lavarse o beber agua durante nueve días y así se curaban los herpes, eczemas y otras afecciones de la piel. La noticia corrió como la pólvora entre los habitantes de los alrededores, lo que trajo consigo que hubiera grandes colas para beber el agua “empudia”, que era como le llamaban los lugareños al agua curativa. A continuación, las gentes ponían moho o un poco de verdín en la zona afectada, y con todo eso era más que suficiente. Incluso había quienes afirmaban con total rotundidad que en el pozo de los Cordeles existían náyades, que eran unas ninfas que habitaban en el agua dulce y que poseían poderes curativos. Pero, un jorobado de Turuelos, Querubín, no cesaba de advertir a los vecinos que sacaban agua del pozo para curar sus males, que tuvieran cuidado, mucho cuidado, porque si alguno de ellos lograba ver a una náyade, éstas podrían castigarlos con la locura o, en el cobro de su venganza, causarles altas fiebres, cuando no alguna parális
Por el
contrario, los niños, en cuanto llovía,
abandonaban las casas para mojarse y jugar en las afueras del pueblo. Algunos
incluso se aventuraban hasta las colinas, donde, ascendiendo un tramo no muy
empinado, un grupo de amigos descubrió una cueva a la que llamaron La Cueva del Rayo, sencillamente porque
la entrada, según creían los niños, un inmenso agujero, lo había hecho una
descarga eléctrica. Desde el día que la descubrieron, la vida, de pronto, se
les llenó de ilusión y de aventuras, y se hizo mucho más fascinante, otro motivo más para salir a jugar y
olvidarse del tiempo, no así el lugar, el sitio exacto donde se encontraba la
gruta, que, por supuesto, todos guardan en secreto.
Después
de aquellas noches de truenos y relámpagos, que dejaron al descubierto la
entrada de la cueva, los cinco amigos,
por la tardes, actuaban obedeciendo a la rutina: salían de la escuela,
iban a sus casas, dejaban la cartera, cogían la merienda, y enfilaban las
laderas de la colina hasta llegar a la cueva. La entrada era amplia y no tenía
el mayor problema. Las complicaciones aparecían una vez que estaban dentro, a
unos quince metros, que era cuando el recorrido se volvía tan estrecho como
sinuoso y, hasta llegar a la bóveda, que era como un recibidor, las
dificultades eran muchas, muchísimas.
Superadas esas condiciones adversas, entonces llegaban los resoplidos y
los gritos: “¡por fin! ¡Lo hemos conseguido!”. Pero, lo cierto es que, en
ningún momento, los niños eran conscientes del peligro que corrían si, llegado
el momento, por un casual, llegara a ceder
la roca. La tragedia estaba servida. Nunca hubo constancia del más mínimo
contratiempo. El techo del cañón era un
santuario de estalactitas. Por las paredes correteaban infinidad de hilos de
agua. En una de las paredes, en una roca muy plana, había pinturas rupestres.
Uno de ellos, Ezequiel, aseguraba haber visto vetas de oro. Todas las tardes,
casi ya anochecido, cuando descendían la colina, iban tarareando esa
cancioncilla que decía “en la Cueva del
Rayo hay un agujero que se convertirá en dinero, el que quiera hacerse rico
que traiga el pico y haga otro bujero”.



1 Comentarios
¡Buenísimo! Te quedas con ganas de más …
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