Muy cerca de la plaza del
pueblo, en una calle muy empinada, había un castillo en ruinas, propiedad de un
conde que estaba enamorado de una plebeya. La osamenta de aquel inmueble era el esqueleto de una ballena o la imagen del
Leviatán, el principio de las cosas, cuando reinaba el caos y el castillo
oteaba en solitario en la cima de Turuelos. Algunos estudios realizados, hablan
del siglo V a. C., en la época de la Tené,
una cultura que pertenecía a la Edad de Hierro. Sobre esa construcción tardorromana, en el siglo XII se
construyó un castillo medieval, que a principios del barroco acabaría
convirtiéndose en una ermita. Finalmente, al terminar la Gran Guerra, sirvió de base para perfilar un hotel que diera cobijo a los viajeros que se
perdían por estas tierras. Tras la contienda del 36, primero fue una fábrica de
gaseosas y más tarde el set para el rodaje de algunas películas, hasta que fue
abandonado a su suerte y comenzó a languidecer como una raspa de sardina en la cumbre de un
cerro. Es uno de los muchos monumentos históricos en ruinas que se suman a la llamada “lista del olvido”. De vez
en cuando, algún viajero despistado, le hace una foto.
En ese castillo,
convertido ya en hotel, vivió Juan Fernando de Montejo y Safont, un conde
hemofílico que se casó con una chica de origen plebeyo y de la que se divorció
en 1937. Al poco de contraer matrimonio, cuando la pareja llegó a Turuelos, se
formó un gran revuelo. Coincidieron muchos cronistas de la época, además de
fotógrafos, periodistas, chismosos, y algún que otro agente de los servicios de inteligencia. Para
celebrar la llegada y también como presentación oficial y pública, en el salón
principal tuvo lugar la recepción de un cóctel en honor de los novios, que la empresa Bacardí se había encargado de enviar desde La Habana
en barco y que terminó llegando en la fecha oportuna y adecuada a través del
ferrocarril. También se sirvieron croquettes
a royale, con una capa de bechamel muy crujiente, la cual le daba cobijo a
una trufa con molleja de ave y crema de queso.
El conde había conocido en el sanatorio Leyrin de Suiza a Edelmira Pontecorvo, nacida en Sahagún la Grande, Cuba. Ella padecía un mal respiratorio y él había sido internado a causa de su hemofilia. Era hija de un cántabro, afincado en la isla caribeña, que participaba en negocios azucareros y que además poseía un almacén de ferretería y equipos agrícolas e industriales. Pero el idilio no sería eterno. Juan Fernando guardaba en su sonrisa el rictus de un espíritu atormentado. Y tenía un corazón inquietante. Ella, la criolla cubana, tenía un semblante y una actitud que expresaba sencillez, tranquilidad y alegría de sentir la vida. Desde que llegaron al hotel (o al viejo castillo convertido ahora en hotel), el cielo parecía estar cada vez más cerca del suelo, como si las nubes se negaran a levantar el vuelo. Y en su interior siempre sonaba una sinfonía gris hecha con los acordes de las propias nubes. Una descripción propia de los libros de viajes, que a menudo tienen una sola mirada, porque los libros de viajes, por aquel entonces, los escribían los hombres (y no las mujeres) mientras se dedicaban a buscar aventuras amorosas.
Pronto se divorciaron y el
conde pronto también se volvió a casar, pero un imprevisto e insignificante
accidente de coche le causó una hemorragia interna, y ésa y no otra fue la
causa de su muerte, dado el mal hemofílico que padecía.
Cuando Fernando de Montejo
falleció, Edelmira hacía ya dos años que había regresado a Cuba, junto a sus
padres. Hay quienes sostienen que murió en 1984 y que jamás volvió a abandonar
la isla. Otros biógrafos afirman que abandonó La Habana en 1959, con el triunfo
de la revolución, y residió casi tres
décadas en Coral Gables, Florida.
Al sepelio del señor conde
sólo acudieron su segunda esposa, Martina Salas; la madame de una mancebía que había en la carretera de Puente Ojos;
don Gregorio, el notario; don Marcelino, el registrador de la propiedad; el
juez que estaba de guardia; Mariano, su cocinero; Ángel Cortés, su mayordomo; y
Dorita, el ama de llaves. Fue un entierro tan poco concurrido como triste: sin
flores, sin amigos, sin lágrimas, y en el que sonó la melodía del silencio,
pues no corrió ni tinta, dado que la mayoría de los diarios de la época
obviaron la noticia. Hay quienes aseguran que la orden “venía de muy arriba” y
que, dado los tiempos que corrían, nadie se quiso aventurar. No estaba la cosa
para bromas.
Fue en primavera pero
hacía un frío tan intenso que se colaba por el cuello de las camisas, a pesar
de las negras corbatas, o por esas caperuzas que llevaban las señoras y que no lograban taparles el rostro. Había
algo muy peculiar y era que nadie se miraba a la cara. Todos miraban hacia
delante. Los honores que mereciera y las circunstancias quedarían para siempre
en el interior de cada uno de los asistentes al sepelio. No se vio ni se
escuchó ninguna manifestación pública. De repente, el cielo dibujó una manada
de pájaros, que pasaron veloces y piando. Rápidamente, comenzó a hacerse de
noche. Con la última pala de greda, se cerró uno de los capítulos más negros y
oscuros de la historia reciente de esta
localidad. Una crónica para valientes que, hasta hoy, todavía continúa
enterrada.



1 Comentarios
Bien/,
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