El frío sigue agarrado a
las casas de Turuelos, aunque ya lleva unos cuantos días sin nevar. Todos se
fueron. El viento trae la memoria de los días. Y vemos a algunos vecinos en el
pasado, que fue ayer: en tanto que
Sebastián se prepara para irse al campo a podar las viñas, Enriqueta se hace el
moño mirándose en el espejo de la habitación, donde se proyectan sus
pensamientos, su deseo. De pronto, en el espejo se refleja la imagen de Eduardo, un joven oficinista del
ayuntamiento, también casado, del que está enamorada.
Ha sido salir Sebastián
por la puerta y, tras esperar dos minutos
y mirar para todos los lados, ella también se ha marchado
apresuradamente hacia una casa vacía que perteneció a los padres de Eduardo,
donde le espera el burócrata, que ha dejado dicho en el consistorio que tenía
que hacer unos recados urgentes (a lo que sumar los veinte minutos del desayuno
que le corresponden por convenio sindical), buscando así otra oportunidad para amarse con Enriqueta, que, momentos
después, no cesa de desgajarse entre suspiros.
Otras veces se encuentran en
el lado oscuro de la luna, ciegos ante el mundo. Apuran el tiempo del que
disponen. Los cuerpos se atan como un manojo de romero o de hierbas secas,
mientras se miran en silencio. Entre unas caladas al cigarrillo, evitan sacar
la verdad escondida entre las sábanas, donde laten los corazones.
-¿Crees que vivir así es
razonable?, -le pregunta Enriqueta al oficinista-.
-Lo que no es razonable es
que tengamos que escondernos –le espeta Eduardo-.
El amor adúltero suena a
metal como los canales del tejado de la casa de
los padres de Eduardo, que murieron hace ya unos años. La vida los ha
elegido como dos mitades de un sueño y, como cualquier amante, sienten o
piensan que están inventando algo. Se aman a escondidas de la gente. Y el
tiempo es frío y azul, y los corazones palpitan rojos, turbulentos,
infatigables. Las manos aprietan los cuerpos desnudos que no cesan de hacerse
promesas, aunque después, ya en frío, las palabras mueren por el camino. Es
como si la memoria o el deseo se doblegaran al encanto perezoso del tiempo. Los
días son escudos que detienen los sentimientos.
Un amor a veces es un vacío
o una pregunta. Y de nuevo las prisas en vestirse y la huida, saliendo por la
puerta trasera de la casa, a escondidas, uno antes y el otro después, cada uno
tirando hacia un lado distinto, como prisioneros de la duda.
Los sentimientos tienen
tantas grietas como las casas viejas de Turuelos. La gente se ha ido marchando
en busca de trabajo, de otra vida. Farolas con algún cable colgando. Una
torreta de la luz que se ha ido inclinando. Un tractor con la pintura
desconchada que duerme en un cobertizo y junto a él un bidón de aceite. Alguna
que otra casa a medio construir, como testigo infalible de la crisis. Y al
girar la calle, camino de la sierra, media docena de gallinas, dos gallos
y una pareja de pavos que corretean por
un corral que termina en un establo donde descansan las vacas. Fulgencio lleva
toda la mañana pensando qué hacer con una vaca que está enferma. En estos
pueblos, el veterinario pasa cada dos o tres días. Y hasta el viernes próximo,
al ganadero no le queda más remedio que echar mano de la sabiduría popular para
ver si el animal mejora o, de lo contrario, tendrá que sacrificarlo. Ha puesto montoncitos de sal encima del
estiércol. Dicen que la sal quita los males. Y ahora está pasando la guadaña
por encima del lomo de la vaca, de aquí para allá, para espantar los malos
espíritus.
Es el cura párroco, don
Julián, el nuevo, el que llegó cuando condenaron a don Roberto, que le grita a
Fulgencio para que deje de hacer de hechicero y de confiar en idolatrías y
becerros de oro. Por la mañana, Marita, la mujer del ganadero, tras la primera
misa, le ha dicho al sacerdote que su marido estaba muy preocupado con el
ganado, sobre todo con una vaca. Y por eso se ha acercado: para ver qué es lo
que pasaba y, si por un casual, podía ayudar de alguna manera. Pero nada de
brujerías. No le gusta verlas ni en
pintura. Esas cosas no son más que argumentos de herejes. Dios necesita
amor y comprensión. Y paciencia. Y da por seguro que, al final, todo se
arreglará, por lo que conmina a Fulgencio
que, juntos, recen unas oraciones al Señor.
Entretanto, Enriqueta hace un rato que ha llegado. La
casa está un poco desordenada: las camas sin hacer; los platos y cacharros sin
fregar; la ropa preparada en un tiesto para cuando le entren ganas de planchar.
Pero a ella sólo le apetece ahora estar
frente al espejo mirándose, mientras se pasa la mano por su cuello y por el
rostro como si quisiera reconocer en esa cara a la persona que ama, sufriendo su ausencia, el olor a otro
perfume, el tacto de otra piel, y no puede soportar el vacío tan grande que le
queda cuando se separan y tiene que volver a la vida cotidiana, diaria, a la
rutina, en la que se siente atrapada. Sabe que el amor necesita del deseo, que
viene a ser como el agua que apacigua la sed.
Sebastián, el marido, no
come con ella. Cada uno hace su vida. Él se ha llevado una fiambrera al campo
con una tortilla de patatas, una longaniza de orza, y dos trozos de pescadilla.
La bota de vino y un trozo de pan. De siempre le gustó comer en el campo, a
rebufo de una cepa, sentado en la tierra, o al abrigo de una encina, medio
tumbado sobre el ribazo. El campo huele a verdad. El paladar es otro. Y por eso
a la hora de yantar, los campesinos no se andan con tantos remilgos. Comen
dignamente y sano.
El hombre y el paisaje,
cientos de cepas alienadas o plantadas al tresbolillo que se pierden por el
horizonte hasta donde alcanza la vista. Los sarmientos de la poda esparcidos
por los suelos, que mañana serán arados, reunidos en montones y quemados para,
con ello, airear la tierra, que llenará
de sangre el vino, que es, a fin de cuentas, el que de verdad ha escrito en Turuelos parte de la historia, bajo las
columnas del tendido eléctrico y de los postes de la telefonía y de telégrafos,
por donde, antiguamente, se mandaba algún que otro telegrama anunciando cosas o
noticias importantes en la vida de los hombres. Y, aunque ese mundo agoniza,
Sebastián se siente orgulloso de pertenecer a él, de ese paisaje tan imponente,
de sus recuerdos de cuando era niño, del carácter de esos pueblos que
circundaban la sierra de La Tagardilla, donde el viento, yo mismo, el que les
dice, soplaba y aullaba en las cimas
declarando mi soledad. Nunca renegué de la tierra y espero que nunca muera el
espíritu de esos pueblos, esa manera de vivir, tan dura, tan fiel a unas
coordenadas, a una tradición de siglos…, tan de verdad.




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