EL VIENTO EN LA COLINA : La España vaciada VI


 

A veces los templos del saber adquieren forma física y están ahí para emocionarnos, y nos dejan sin aliento. La biblioteca de Turuelos era un inmueble del siglo XVII, rehabilitado, que escondía tesoros en sus estanterías. Estaba situado en la calle Las buenas lecturas, número 16, frente a la oficina de Correos y el bar El Paso. A diario lo visitaban personas mayores, muchachos, opositores, pero sobre todo niños en busca de una primera lectura, o de una amistad, o persiguiendo un sueño. Incluso los había que buscaban en aquella biblioteca un amor.

Había un señor que acariciaba los lomos de los libros de una manera especial. Sentía los libros acariciándolos. Y cuando se marchaba de vacaciones, dividía sus días de estancia para que los libros fueran acariciados por el mar Mediterráneo y por el océano Atlántico. Por eso se iba una quincena a las costas de Almería y  otra a las de Huelva.

En el centro del patio había un árbol enorme para que los niños se sentarán a leer a la sombra. Era un gozo coger un libro en aquel templo del silencio. Y de la luz, porque aquella biblioteca barroca tenía unas ventanas amplísimas, por donde entraba la luz a raudales. La luz, como se sabe, pone en conexión múltiples esferas del conocimiento. Y, a medida que se lee, la tierra va creciendo bajo los pies, mientras se camina en un viaje imaginario que viene descrito en ese mismo libro, en unas simples páginas, utilizando la palabra, que es la llave del conocimiento, lo que supone una apertura al mundo de los afectos y la creatividad. Porque, en definitiva, los libros devuelven las respuestas a cuantas  preguntas  se les plantean, pero también sucede esto a la inversa, y entonces puede que un libro haga una pregunta y el lector se quede pensativo y dude de si ha elegido bien el camino. O dude de si ha elegido bien el libro, porque se ha asustado al ver que un libro le hacía una pregunta. Y más si es un niño el que lee, porque, el niño piensa que el chocolate, cuando le dan de merendar chocolate, no le hace preguntas jamás. Por eso, cuando ese niño es mayor, se extraña de que un libro le plantee o le exija una respuesta. El libro, en definitiva, lo que pretende es que el lector busque dentro de sí mismo porque ése y no otro ha sido desde siempre el sitio y el símbolo de la vida humana: la búsqueda incesante. La pregunta en cuestión no es otra que la de los grandes filósofos de principios del siglo XX, siguiendo la pauta de los clásicos: ¿qué es el hombre? Y a continuación la respuesta: el hombre es lenguaje, que es la base de nuestra vida.




 Lo cierto es que  tanto el patio como el inmenso salón de aquella biblioteca eran un oasis para la lectura. Libros que seguían encerrando magia y que atrapaban el pasado como nadie, como si ésa fuera  la única manera de facilitar el camino hacia el futuro; libros que encerraban sabiduría, misterio y belleza; libros que, al fin, se convirtieron en laboratorio de una generación que deseaba experimentar y descubrir cosas, de una generación que pensaba. Y pensaba porque leía. Y al leer, también escribía.

Grandes ventanales, grandes bóvedas, y un gran mostrador. Todo era grande o grandioso. Un pueblo con una biblioteca como ésta se convierte en un paraíso, en un bosque de libros que cuelgan de las ramas de los árboles y sus palabras se las llevan los pájaros y los insectos por todo el mundo. Y en ella se aprende, quizás, aquello que los profesores de aquel entonces tenían miedo de enseñar por si acaso los adolescentes perdían su inocencia. La biblioteca de Turuelos fue un refugio para muchas personas que huían de una realidad adocenada, de sus jaulas doradas, donde no encontraban el equilibrio entre sus sueños y lo cotidiano, siempre manipulado por las ideologías, por una asfixia reinante en la sociedad que ahogaba cualquier suspiro de libertad. Y después, cuando todo parecía cambiar, entonces irrumpieron en la vida las pantallas e internet, dispuestas a derrotar a la literatura.

Aquel edificio del siglo XVII era el lugar idóneo para la lectura, que siempre requiere tranquilidad, silencio, soledad y también tiempo, esa dimensión física, por la que, a partir de la mitad del siglo XX,  se comenzó  a pagar un precio mayor que el que se pagaba por el oro.  También, a partir de esa fecha aproximada, el silencio se llenó de ruidos y la tranquilidad se mezcló con el estrés. Y la soledad se convirtió en una sombra que, cuando atrapaba a alguien, no lo soltaba jamás. Pero  los libros seguían ahí, en sus estanterías decimonónicas, apilados, alineados,  verticales, de pie, y transmitiendo paz. Y nadie en aquel momento cayó en la cuenta de que una biblioteca, al igual que una escuela pública, tal vez sean el primer eslabón de acceso a la cultura. Un escritor norteamericano vino a decir una vez que “por la cantidad de polvo acumulado en los libros de una biblioteca se mide la ignorancia de un pueblo”. 

 Los libros no producen ansiedad ni depresión. Con ellos leemos cosas de mentira que parecen de verdad, mientras los tenemos entre las manos, tocándolos, oliéndolos… El olor de un libro es poderoso: te atrapa. Y el grosor del papel de sus páginas. Y la carátula o la portada. Colores, olores, tacto... Son historias frente a nuestros ojos, recorriendo líneas de tinta  de izquierda a derecha como unos raíles por donde se desliza la imaginación creando cosas verdaderas, como que los caballos que corren por la vereda clavan sus patas en la tierra en su cabalgar y los jinetes empuñan sus espadas. Y los dos bandos de caballería se cruzan en un valle verde, muy verde, y se enzarzan en una lucha encarnizada. No es verdad, pero así lo está contando el libro que tenemos entre las manos, que, como decía, huele al medioevo, o a las Cruzadas, a la época en la que se desarrolla esa lucha. Sólo necesitamos muy pocas cosas: un libro, una silla, una mesa en la que apoyarnos…, y ya tenemos la más humilde de las bibliotecas, ese espacio en el que se disfruta de una convivencia respetuosa sin otro requisito que la voluntad de aprender junto a otros, en silencio,  cogiendo sitio y hábito, todos alrededor de las mesas, alrededor de otros mundos, que son los libros.

                                                               

 


 

 

 

 

 

 

 


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