El día que el viento
comenzó a escribir historias en el cielo, ya no quedaba nadie en Turuelos. Pero el viento, antes de comenzar a
pintar en el cielo o de escribir una palabra, esperaba a que pasasen
los pájaros. Tampoco acostumbraba a
escribir de noche para que la luna estuviera tranquila y no tuviera miedo. Además, casi
siempre solía dejar un hueco lo
suficientemente amplio para que las nubes pudieran bajar y subir como si fueran
globos o zépelins. Nunca utilizaba todos los colores al mismo tiempo. Era muy cuidadoso.
Se comunicaba con todos, incluidas las piedras. Sabía que estaría vivo mientras
durasen los recuerdos. La memoria le
hacía sentirse eterno.
El viento se llevaba el tiempo y lo esparcía por todos los rincones. La tarde estaba en calma, cuando advirtió la llamada de la nieve. Las pisadas crujían en el valle, mientras los cazadores seguían el rastro de las liebres. Era un dos de marzo en el que los vecinos conmemoraban el día de San Simplicio, que fue el Papa número cuarenta y siete de Roma. Don Roberto, el cura párroco, no quería bautizar al hijo de Juana y Miguel, que había nacido el veinticuatro de febrero, porque mantenía que “quienes son bautizados en una día de nieve crecerían como seres débiles ante las adversidades de la vida y lo que necesitaba Dios eran hombres fuertes que le hicieran frente a las tentaciones del demonio y de la carne”
En la noche, como si la luna roja lanzara cuchilladas invisibles, la criatura comenzó a tener mucha fiebre, con vómitos, y los padres improvisaron un altar sobre una mesilla poniendo encima una paño con puntillas y una palangana, y el padre lo bendijo, como se hace con cualquier catecúmeno, dibujando la señal de la cruz sobre la frente del pequeño, aunque, por el gesto dramático que tenía en aquellos momentos el progenitor, daba la impresión que, en el intento de salvarle, le estaba dando más la extremaunción que la bienvenida al reino de los vivos. Lo hacía por si, al lactante, le fuera a suceder algún imprevisto o un mal inesperado. De este modo, podría ir al cielo con todos los santos, con su nombre y sus apellidos, por la gracia de Dios y según manda la misericordia divina, salvado como hombre, pues de lo contrario, al no haber logrado borrar el pecado original, iría a parar al limbo:
─Yo te bautizo como Ángel
Luis Descalzo Navalón, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
amén –terminó diciendo el padre de la criatura-.
A todas estas, eran ya casi las cinco de la madrugada, cuando el niño se estabilizó y los padres pudieron echar una cabezada: Miguel, sobre la mesa camilla; Juana, en la mecedora, con la criatura sobre su regazo.
Turuelos se había cubierto
de blanco y las ramas de los árboles crujían, dada la cantidad de nieve que
había caído. El valle parecía la estampa perfecta, en la mañana. En algunas
zonas de las montañas de La Tagardilla, entre la nieve en polvo resurgían las
hadas, que no eran otras que las flores de loto, esas plantas que representaban
el amor puro, además de ser un símbolo de la suerte y de prosperidad. Llegada la noche, cuando estas plantas se cerraban, en su seno guradaban un perfume muy apreciado por los lugareños, de manera que, cada año, tras las nieves, ponían a secar las flores para, días después, una vez secas, colocarlas entre las ropas de los armarios y baúles. Pero los
rincones de algunas otras casas no siempre olían a las “flores de la nieve”, ya
que estaban llenos de muchos enigmas, que nadie quería airear.
Con doce años, Ángel Luis,
el niño que no fue bautizado por don Roberto el día de San Simplicio, tenía la
costumbre de ayudar todos los domingos en la misa mayor, a eso de las doce. Al
terminar, se aseguraba de que todas las cosas estuvieran en orden en la
sacristía: sacaba el dinero de la recolecta del cestillo; guardaba alguna cosa olvidada, por algún feligrés, en uno de los
bancos; reponía las obleas en el cáliz y echaba en el
decantador el vino que faltara. Aquella mañana, sobre la una menos cuarto,
mientras repetía las mismas acciones que el domingo anterior, se giró para
preguntarle a don Roberto si llevaba a lavar una de las casullas. Al girarse, se encontró al párroco con los pantalones y los calzoncillos bajados
hasta los tobillos, su figura negra y adusta agazapado cerca de él, con la mano
en sus genitales, y diciéndole:
─Ven, Ángel Luis, tócame aquí...
El chico quería dejar de
ir a misa para ayudar al cura, pero sus padres no entendían la razón.
─Escucha, hijo mío, una cosa es que don Roberto no quisiera bautizarte cuando eras chico y otra bien distinta lo que tú dices –zanjó su madre-. Para mí que le has hecho algo y se ha enfadado contigo. Cuando lo vea, hablaré con él.
El zagal miraba a su madre
como si quisiera confundirla. Tenía el miedo metido en la mirada. Parecía como si su voz se hubiera perdido en la nieve el día que iba a ser bautizado. Luego, en la
soledad de su habitación, lloraba y se maldecía, sintiéndose culpable.
Este caso de pederastia,
como algunos otros cometidos por el mismo párroco, de momento se quedaron en el
sustrato del pueblo, que estaba lleno de secretos. La fe se convirtió en un viaje de ida y vuelta. El peso del dogma se alojó en el fondo de su mente como un quiste tuberoso. No tenía el valor de
contarle a nadie lo que había sucedido. Sentía una gran presión psicológica y
miedo.
Años después, un buen día, les comunicó a sus padres que don Ramón iba a ser el sacerdote que celebraría la misa de su matrimonio con Consuelo. El que fuera monaguillo en su pubertad, contaba ya con veintisiete años y era todo un hombre, y además había tenido el valor de contarle todo lo sucedido a su novia, Consuelo, que le ayudó muchísimo a superar momentos complicados y difíciles para no acabar destruido psicológicamente por la culpabilidad, las pesadillas y la confusión. Ambos idearon un plan. Y el mismo día de la boda, cuando se encontraban en el altar y el párroco se acercó hasta ellos para comenzar con la celebración, Ángel Luis cogido con fuerza de la mano de su novia, que después sería su esposa, confesó sobre el altar todo lo que había venido ocurriendo en aquellos años con el cura de Turuelos y los abusos que había cometido en su persona. El revuelo que se montó fue enorme. Algunos invitados, indignados, decían:
─Si es verdad, que
castiguen al cura pedófilo sin importar su sotana y su religión.
Al día siguiente, en el periódico comarcal El Pregón, se podía leer: “La iglesia, esposa y madre de los sacerdotes protervos”.
Don Roberto, finalmente,
fue condenado a seis años de cárcel. Nunca más volvió al pueblo, donde todos
los años, por estas fechas, siguen cayendo nevadas prodigiosas que cubren estas
tierras en las que se sigue escuchando el silencio, mientras se observa la
belleza a solas, y arden los leños, y sigue pasando el tiempo, porque todo esto
ocurrió antes, cuando los párvulos leían los libros que sus padres traían de la
biblioteca y las gentes convertían sus sueños en oro, y a los difuntos los enterraban con las alpargatas puestas, y
la vida era de otra manera. Todas estas cosas fueron las que pasaron entonces,
cuando se vivía casi a oscuras y la historia echaba de vez en cuando un borrón
en nombre de la soberbia o de la barbarie, y la armonía asistía desamparada a
las ráfagas incontroladas del viento, que soy yo, el mismo que les habla, que
les dice, que les cuenta estas historias sin papel y lápiz, escritas para que
comprendan y me perdonen, con humildad se lo pido, y se lo ruego, a expensas de
la generosidad de ustedes quedo, porque, cuando sentí la mirada
de Jorge, el niño que subió a la cima a hablar conmigo, fui otro ante su voz y su amistad, sobre todo al ver cómo se apoyó en mi hombro para
siempre…, en aquel atardecer inolvidable… Y, por fin, supe lo que era volar, o cantar una canción... Yo, el viento…, el mismo, ése que, desde entonces, llaman "El viento de la colina…".




0 Comentarios