EL SONIDO DE UN SUSURRO

 


Bosque frondoso
Bosque frondoso


La mañana trae el sonido de un susurro, la vida en un ¡ay!,  que aparece por arte de magia, a pesar de la lluvia. Tras cada gota de agua,  llega un susurro, ese rumor apacible que nos llama, que nos conjura en silencio para derribar lo establecido y  para que estemos más pendientes de esas pequeñas cosas que, después, se hacen grandes dentro del corazón: las gotas de lluvia  cuando caen sobre las hojas de los árboles o sobre las copas de vino vacías que hay en la mesa del patio, aún sin recoger, tras la fiesta de ayer;  el guiño de un párpado; la carta del buzón; la mano que se coge a otra mano; el fino hilo de agua que resbala por las escaleras que dan a la calle y en el que beben los pajarillos; la hormiga que se apresura a transitar el camino que hay hasta su hormiguero, portando un gigantesco grano de trigo; el hombro que se apoya en otro hombro...; o ver cómo tiemblan las gotas de la lluvia, con cada trueno,  sobre los cristales de las ventanas, que hace que la mosca, asustada,  deje de revolotear y aterrice sobre el vértice del marco,  de donde sale otro susurro, simple y diminuto, puesto que hasta lo más sencillo tiene su palabra, su voz, su queja. Y con todos esos susurros casi inaudibles,  se forma un coro de voces, un coro de heridas que se abren, que sangran ante nuestra indiferencia, porque la sangre es el símbolo de toda regeneración, por donde también resurge la voz femenina que desafía las reglas del patriarcado, tan necio, que siempre aparta la mirada para que no se le enjuicie.

Llevo ya más de una hora despierto. Ya ha dejado de llover. Desde la ventana voy hasta el cuarto de baño. En medio del pasillo, aparece otro susurro, que se mete conmigo hasta la bañera y cubre de vaho el espejo… De vaho y de deseo, el mismo que me ayuda a quitar de en medio las incertidumbres y los cachivaches que me pone cada día la vida, tan convulsa.

El sonido de un susurro cae sobre la mañana y se posa sobre las conciencias como la mariposa lo hace sobre una flor. Un rumor de rumores se convierte en seguida en un clamor.  Y vienen las prisas: la puerta que se abre, el grifo que se cierra, el paraguas que despliega sus alas… Vuelve a llover. Para evitar ese juego incontrolable de sorpresas que trae la mañana, nos vamos al mercado. Antes pasamos por la tahona a comprar el pan. Seguimos con la mirada perdida. Y aunque queremos olvidarnos de todo, no podemos. No es fácil… Igual que me sucede a mí, le sucede a otras personas:

ꟷDesde que nos hemos levantado, veo todo borroso -le dice Paco a su mujer-,

ꟷ¡No me digas…! -le responde Matilde, su esposa, algo asustada-.

ꟷTe digo. Anda, coge un carro…

ꟷ¿Éste mismo…?

ꟷBueno…

Sin más…, comienzan  a poner cosas en el carro cotejando la mercancía con la lista que hicieron anoche. Al girar en el primer pasillo, aparece otro susurro: se trata del queso viejo que han elegido y que han colocado en el fondo del carro de la compra, que no cesa de exponer sus quejas, ya que no le apetece estar encerrado ni un minuto más en un trozo de plástico. Paco y Matilde lo escuchan pero no le hacen caso. Continúan con la compra. Pero a medida que van pasando de un pasillo a otro, de un estante a otro, se van dando cuenta de que cada vez hay más alimentos indignados. Y que el murmullo se multiplica. Y que la mayoría de los clientes optan por dar la callada por respuesta, haciendo caso omiso de la llamada de la naturaleza, que, aprovechando la lluvia y el viento, ha ido mandando una serie de susurros para que la gente fuera espabilando. Pero ni por ésas… El pollo que no es pollo, el maíz transgénico, los productos repletos de conservantes… El pague dos y llévese tres, la ganga, el tongo, y toda una  lista de productos envasados llenos de ingredientes que realzan el sabor pero poco recomendables para la salud. Todos plastificados, por supuesto. Lo que escuchan los clientes son los sonidos de la verdadera libertad, tan perfectos, cautivadores, muy parecidos a esos otros que se esconden en el pliegue de la ropa o entre las hojas de los árboles, en las maderas del techo, que crujen, tras la pelea que han tenido con la carcoma, en esa batalla final que anuncia el drama de septiembre que se apaga, con sus guerras, sus huidas…

En la calle sigue lloviendo y, con el viento,  se forma una cortina de agua que prolonga el espectáculo, entre el que se cuela ese lenguaje de susurros que va más allá de las palabras, la onomatopeya del bisbiseo, del arrullo,  de esa voz íntima  que se pasea por los cuerpos y despierta la sensualidad para que se consoliden los sentimientos a través del deseo, porque el amor o la vida es un juego de formas, de implicaciones…, de donde solo se puede salir embarrado, chorreando por los cuatro costados… pringado de pasión, de ganas de vivir, de sentir… No podría entender de otra manera este cuento que escribimos cada día entre todos. Por eso yo también deseo convertirme en otro susurro, en el denominador común de esas láminas o historias cortas e intensas pero maravillosas,   en el sonido que cada mañana le hace cosquillas a la mente y la despierta de su letargo, mientras teje un relato que va cosiendo con la verdad de las cosas, sin plásticos, sin esos ruidos que nos han llevado al límite, a la locura, a un viaje sin respuesta, o a dar vueltas sobre nosotros mismos como si fuésemos unos zombis.

 



 

 


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2 Comentarios

  1. Impresionante relato … me encanta ! Todo un arte!

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