El mundo de la imagen
ha crecido como una bola de nieve y, en esa metáfora, ha entrado la ignorancia,
enriquecida por todas las miserias del momento, incluido el fracaso escolar. Una
cosa es enseñar y otra bien distinta educar. El dinero se ha llevado por
delante a muchos autores con talento, lo que ha traído, en algunos
intelectuales, cierto desencanto. Es difícil encontrar hoy en día un autor, un
creador, en el que confluyan la honestidad, el sentimentalismo y un estilo
propio.
Todo fue y dejo de ser.
Hubo ideas que vieron la luz. La vida comenzó a cambiar muy deprisa. Y la
inmigración apareció en nuestras vidas como un torbellino, buscando otros
caminos. Antes de marcharse, la costumbre era hacerse una foto para recordar el
instante: la abuela sentada; el tío, de pie; los nietos en los rincones de la
instantánea; mamá embarazada de Juanito; y papá, junto a ella, con Roberto en
brazos. El abuelo hacía ya más de diez años que había fallecido.
La modernidad embaucó a muchísimas personas, que
se metieron bajo el brazo un manojo de emociones, sin caer en la cuenta, que,
al día siguiente, la cruda realidad les obligaría a volver al tajo, en la
búsqueda de un jornal digno. El cambio trajo la libertad, sí, o un tipo de
libertad muy calculada, porque, no debemos de olvidar que eso de la libertè, la
fraternitè y la égalité…, es un menú bastante caro al que no todos tienen
acceso, como ha quedado demostrado a lo largo de la historia, de ahí que
muchos, muy pronto, pasaran a formar parte de la mano de obra barata para sacar
adelante el país. A este país y a otros muchos. En cuanto los obreros se
lavaban las manos, después del trabajo, los propósitos y las esperanzas se iban
por el desagüe. Hay veces que “lo pequeño es hermoso”. Subir un escalón, tiene
su precio. Pero, después, un lunes cualquiera, con el verano recién comenzado,
un día como el de hoy, a dos semanas del chupinazo y de que llegue San Fermín,
la vida, sin un porqué y sin avisar, se engalanó con las
estrellas de la noche, que traía una bonita melodía montada sobre una balada.
Esto sucedió en otros tiempos, cuando hasta la verbena llegaban los perfumes
remotos de las cosechas y sobre el escenario, el grupo musical Los Colores,
que venían de Cheste, hacía pruebas de sonido interpretando The Long
And Winding Road de The Beatles. Aquellas notas me enseñaron dónde
estaba la elegancia. A la siguiente semana, siguiendo con los conciertos y
bailes de verano, vinieron a tocar al mismo recinto Los Insectos, que hacían
una versión de Michelle insuperable. De tal modo que, a día de
hoy, sigo pensando que uno podía llegar a enamorarse bailando. En aquellos
instantes, las emociones dejaban de ser secretas y se disipaban por toda la
pista de baile, que, en unos minutos, se caldeaba, pues los jóvenes, y no tan
jóvenes, iban remando con el deseo, que en seguida encendía el fuego, bajo
aquellas bombillas de colores y aquella música eterna.
Por aquel entonces, la
madrugada nos miraba con el corazón abierto y la música desplegaba sus alas en
la noche intentando besar a la luna. La vida estaba llena de momentos. La
juventud es un río de momentos, capaz de quedarse dormido de pie. Quizás
soñando; o tal vez sintiendo. Pero cuando queremos mirar, la
juventud ya se ha ido. El tiempo nos trae algunos recuerdos por si los queremos
coleccionar. Pero a la memoria le cuesta pegarlos en nuestra historia con el
engrudo. A veces, se desespera y se pone hecha un basilisco, tanto como
aquellas tormentas de verano, que nos obligaban a refugiarnos en un portal
abierto y a oscuras para amarnos al compás del sonido de la
lluvia. El deseo le robaba otro momento inolvidable a la noche.
Luego venían las risas, calle abajo, por donde también reía el agua, camino de la verbena, donde mañana volvería a sonar la música y la luna saldrá por el
horizonte, tan coqueta como siempre, buscando otro beso de madrugada
¿Lo veremos…? ¿Habrá foto..? Allí estaremos, antes de lo previsto.
Bailando…, claro...
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