El humo bien podría valer para proclamar el final de la guerra, pero los sistemas necesitan carne de picadillo para hacer embutidos y llenarlos de intereses, y por eso las guerras continúan. Por la chimenea sale humo blanco al anunciar la elección del Sumo Pontífice, el mismo o parecido que el de la pipa de la paz que fumaban los sioux y cherokees, todos sentados ante el hombre blanco, que luego los masacró y los empujó a vivir en reservas, alejados del mundo. Cada vez queda más claro y evidente: las guerras que interesan, se televisan; las que no, se dejan para hacer películas de la serie B.
Un misil dibuja en el cielo el perfil de la soberbia,
de la necedad. Las asambleas internacionales son enjambres llenos de zánganos
en las que se impone lo que dicen cuatro chaperos. El eco de la vergüenza clama
en la cúpula del edificio, que, con tanta barbaridad, se va agrietando a pasos
agigantados, hasta que un día se derrumbe y caiga sobre la estupidez humana. La
armadura medieval ha sido sustituida por la corbata. El territorio de la lucha
es un despacho donde sirven café y donde, cuatro energúmenos, se escupen como
dragones de Komodo.
El mundo se ha quedado sin voz. Cuando se escucha un
grito, al periodismo le entra la duda. Y una vez que llega la sangre, hay todo
un revuelo de fotógrafos por ver quién de ellos consigue la mejor instantánea,
el mejor icono de la destrucción que logre dar la vuelta al mundo, que mañana
será la portada de todos los rotativos, en tanto que uno de esos fotógrafos se
prepara para enfilar el camino de la gloria, rumbo al premio Pultzer o el Wold
Press Photo. Después, vuelta a casa, entrevistas… Mientras, allá a lo lejos, en
el campo de batalla, el ambiente se irá quedando húmedo, ya que la muerte,
conforme pasan las horas, se va escondiendo en la parte umbría de la vida, sin
que, de una vez por todas, ya sea en tierra o en el aire, cese el fuego cruzado
de las bestias, que, al no tener memoria, siguen llenando de significado la
violencia y escenificando el caos, ambos como ingredientes necesarios de la
existencia. Cerca, muy cerca de allí, miles de inocentes intentarán huir de su
destino.
Toda película es un campo de batalla de puros,
cigarrillos, colillas, o de señores que fuman en pipa. El humo en el cine es un
elemento dramático. Vender humo, historias con humo, señales de humo… “El
plazo expira al amanecer”, “Smoke”, “La extraña pasajera”, “El diablo dijo no”,
“El hombre que vendió su alma”, “Sed de mal…” Y podríamos continuar.
Ese “fumando espero” de Sara Montiel, siendo un buen número en “El
último cuplé”, quedaría difuminado si lo comparamos con la mejor, más larga
y sofisticada boquilla de la historia del cine que enarbola Audrey Hepburn en “Desayuno
con diamantes”. Igual tiene que se fume en pipa, que se trate de un cigarrillo
o de un habano. Las tres son formas del tiempo. El tabaco es como un diapasón
que marca el tiempo de la agitación humana. Los puros vienen como nos iremos
todos: en una caja.
Como dijo Joe Estzerhas, “una estrella de cine con un
cigarrillo en la mano es como un revólver apuntándonos en la cara”.
2 Comentarios
Muy bien
ResponderEliminarMuy interesante …
ResponderEliminar¡Me encanta!