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Corralón-corrala Alhondiga. Calle Carlos Arniches |
Mientras estoy
recordando, suelo estar muy tranquilo, pero, en cuanto me pongo a pensar,
aparecen los demonios. En menos de dos minutos, la mente se llena de pólvora,
de cachivaches, de dudas…, y de imágenes que se posan en las pestañas para que
las visione igual que lo hacían en los años sesenta-setenta cuatro burgueses con aquellas cintas de súper-8 que
rodaban en la playa para mantener unida a la familia, con planos de papá y
mamá, los niños jugando en la arena, los abuelos sentados en unas sillas
despegables.., para después, pasadas unas semanas, verlas todos reunidos en el
salón aparentando unidad, un salón impoluto, grande, acogedor y del que, a los
pocos minutos, se ausentaba papá para atender al teléfono y planificar la
última fechoría. El dinero y las influencias no descansaban ni antes ni ahora. Todos esperaban que
llegara el milagro laico. Si salía bien, a los pocos días se organizaba otra
comida para repartir abrazos y besos. La familia siempre fue un laberinto con
muchas incógnitas. En mi casa no había proyector de súper-8 mm. A lo
sumo, había alguna que otra fotografía en blanco y negro sobre la radio y otra en la
cornisa de la chimenea. Aquellas fotos eran reales y parecían un trozo de
celuloide del cine mudo que hablaban por sí solas. Y cuando los estudios en la
ciudad, llegamos a rodar un cortometraje basado en algunas ideas de Jüng. Lo
titulamos “La justificación del poder”. Hoy no podría rodar un cortometraje
como aquél… Cada vez soporto peor la monserga.
Me gusta más encontrar
que buscar. Apoyado en cualquier esquina, veo el transcurrir diario como si
fuera una partida de ajedrez. Cada movimiento, es el comienzo de una jugada.
Hay quienes dudan y, entonces, se detienen, se dan la vuelta, miran el móvil…
Cuando se duda, la idea se apaga. La ciudad es una partida continua hasta
conseguir el jaque mate, el instante en el que el “gin tonic” hiere la
garganta de Francisco, que parece resucitar por momentos. Paco vive en Tetuán. La
vida en el barrio es un mercadillo, un bazar, un termómetro de la economía
sumergida, y de la otra, de la que casi nadie sabe nada, repleta de biografías
ocultas o de algunos comensales de Zalacaín, que, por cierto, volvió a abrir
después del cierre obligado por la pandemia. Antes de cerrar no se podía pagar
con tarjeta. Sólo en cash, ya fuera en dinero fresco o rancio. Francisco,
o Paco, se prejubiló de bancario hace ya unos años, pero, a día de hoy, sigue
vistiéndose todas las mañanas de traje y corbata como si fuera a trabajar. No
es que añore el trabajo. Se arregla para que la vida no se detenga.
Al segundo “ginc-tonic”,
aparece por la puerta Paquita, otra bancaria prejubilada. Durante todos esos
años en la banca, fueron amantes y, a día de hoy, aún siguen siéndolo. Son
adúlteros y bebedores, porque el sexo en secreto tiene un olor diferente y la
ginebra del barrio, otro. Paquita pide un botellín y una tapa. Necesita meterse
algo de comida si quiere que le entre el líquido. Cae el “ginc-tonic”, el botellín
y la Bolsa, que agudiza la crisis mundial. También está bajo mínimos el deseo,
que, siendo tan de mañana como lo es, se parece a
la niebla, que no levanta, y ambos tendrán que esperar a la tarde para quedar
en ese piso vacío que tiene Paquita en la calle Navarra, una herencia
familiar, que ni alquila ni vende, ya que no le corre prisa. Es donde suelen
verse. La edad no perdona, pero, por lo que le contó un día el vecino, pared con pared, al camarero, tienen tardes gloriosas.
El piso heredado o la
vivienda neomudéjar y barata. Madrid crecía y necesitaba casas. De ahí el
ladrillo, que vino a reivindicar el estilo nacional. Viviendas para obreros que
escribieron parte de la historia de esta ciudad. Las corralas en hilera o
haciendo chaflán. Tener una casa con chaflán es como tener dos miradas o dos
amistades, y te puedes asomar a la procesión que pasa por la calle más estrecha
o a la huelga que discurre por la avenida. El chaflán parte la luna en dos
mitades sin necesidad de esperar a los ciclos. Es como mirar a un tuerto.
Cuando se acaba la
bebida, hay que recargar el depósito de la gasolina, si queremos que éste
arranque. Y con la siguiente ronda, llegan unas tapitas de bacalao, que
ahora se ve como un lujo, porque sigue habiendo una clase social que mira
al bacalao de reojo y con indiferencia, también a la gente a granel, sin caer en la cuenta de que fue esa gente, y no otra,
la que sacó de la miseria a más de
media España. Oír esto y, entonces, Armando, sin poder remediarlo, preso de la
emoción, ha dado un puñetazo en la mesa. Armando rebasa ya los ochenta y cuatro
y, enternecido por los recuerdos, ha sacado del bolsillo derecho de su chaqueta
un pañuelo de hilo, no para sonarse los mocos, sino para detener las lágrimas,
porque él fue uno de los tantos o de los muchos que llegaron a Madrid para
trabajar duro en lo que fuere, en lo primero que saliese. Estuvo trabajando
como repartidor de carbón, en la calle Sierpes, en Embajadores, y en la zona de
Arganzuela. Después de llenar los sacos con la pala y cargarlos en la
furgoneta, salía de reparto. Era un oficio muy negro. Si bien, casi siempre les
daban una propinilla, sobre todo en Navidades.
Llegado el momento,
Armando se pone melancólico. La nostalgia comienza a hacer su trabajo.
Entonces, Paquita, que se da cuenta de la situación, coge una silla y se sienta
a su lado. Es un hombre sencillo, de pocas apariencias, que baja todas las mañanas
a estas horas a tomarse un cortado descafeinado. Se pasó más de media vida
trabajando y oliendo a alhucema, que es una de las especies de la flor de la
lavanda y lo que se le echaba a las candelas para que en la carbonería
hubiese un buen olor.
El alma de la ciudad se
va rebelando a través de los ciudadanos, pero sobre todo de la gente
trabajadora. Detrás de cada piedra hay una historia y detrás de cada luz una
sombra. Y una ciudad son muchas farolas, muchas voces y muchas voluntades. Y
una maleta. Madrid es emigración, acogida, gente de todas partes que vino a
mojarse los labios y aquí encontró agua para beber. Ahí es donde realmente
comienza la ciudad, en el agua, no en los negocios. Las avenidas y las calles
se llenaron de ilusiones, de superación, de misterio y de alegría. Y en toda su
plenitud, con la luz adecuada, los pintores la inmortalizaron con su pincel,
convirtiendo a Madrid en una obra de arte.
1 Comentarios
Me encanta como describes Madrid
ResponderEliminarEmigración, acogida, agua, luz, pintores…
¡Buenísimo !