Las yemas de mis dedos tocan delicadamente el cristal de la
ventana. Mi casa se contagia rápidamente del frío exterior. Es una de esas
típicas situaciones que suceden en los típicos días en los que te da por
recordar. Pues eso: recordando. O tal vez sería más acertado decir recordándote
Te escribo sentado en el suelo, pero me temo que
tendré que levantarme porque el frío es inhumano, casi tanto como lo eras tú en
ciertas ocasiones; tanto como lo fui yo.
El amor…Recuerdo que aquella mañana, una vez
despiertos, sobre la cama reinaba el silencio. Yo me hallaba al otro lado con
la mirada detenida en su espalda, esperando que se diera media vuelta, y me
dijera algo, aunque no me gustase. Continuamos un rato más callados. La
situación era tensa. Ya no nos quedaba tiempo porque el tiempo se hacía
insoportable.
Ambos sabíamos que algo se había roto en la
madrugada entre el humo del cigarrillo y un puñado de monosílabos, propio de un
lenguaje salvaje, intermitente, con la lámpara encendida, el latir apagado y la
magia rota, como si fuéramos dos animales que no sabían cómo despedirse sin
hacerse daño. Desnudos, salimos a la vez de la cama y fuimos al cuarto de baño.
Uno delante; la otra, detrás. Me metí en la ducha y corrí la cortina. El agua
cayó sin cesar durante buen rato. Después de muchos minutos, cerré la ducha y
cogí una toalla. El vaho empañaba el cuarto y… Me fui acercando al espejo
mientras me secaba los cabellos y entonces descubrí una frase que jamás
olvidaré: “el amor necesita de los sueños para ser perfecto”. La había escrito
con el carmín de labios, el que usaba siempre: Revlon Súper Lustrous SPF 15.
Segundos después, sin tiempo para recomponerse, había que volver de nuevo a la
vida y eso a veces no es tan sencillo. Y lo único que queda es su olor, ese
olor que azuza mi memoria como se azuza la lumbre. Y que me calienta el ánimo y
me convierte en poeta, porque, se dice, que los fracasados son muy buenos
embelleciendo las cosas (para escribir hay que vivir herido).
No deseo convertirme en un ladrón que roba
palabras o que llena su mente de bichos, engañándome. Sólo cazar el brillo de
esta luz que ciega mis ojos, cuando el verano se marcha ya a dormir entre los
árboles. Sé que mañana las gentes seguirán caminando deprisa, huyendo de lo
invisible, sin tiempo para detenerse y conversar, para cogerse de la mano,
mirarse y sonreír. El caos. O un caos sin tiempo donde reinará la indiferencia:
todos se verán pero nadie se mirará, encogidos de hombros, resignados en su
particular soledad, moviéndose como una plaga, por inercia, asustados, sin
encontrar un camino que los conduzca donde las cerezas son libres, los pájaros
vuelan y el hinojo perfuma la ladera por la que corren las piedras hacia el
agua del río. Y cuando la noche se haga solemne, correrán las cortinas y
encenderán la televisión para no ver el guiño travieso de la luna, tirados como
reptiles en un sofá, mientras sorben algo caliente que envenenará el entorno de
repeticiones.
Hoy el cielo de este verano es como un gran espejo
contra el que choca la retórica de siempre, la basura ideológica, el deporte
del verbo, que echa otro remiendo en la camisa destrozada del ciudadano, que no
es más que un trapo a cambiar en las rebajas. La misma bagatela que cuando el
mundo era joven. La historia, para seguir siendo siempre la misma, es la
encargada de tachar el tiempo con tal de que no se sepa lo que viene, si bien
hemos de reconocer que todo está programado, incluso el retroceso. Los
conceptos andan enzarzados en una lucha mortal (modernidad y sabiduría) como
dos nubes, una negra y otra blanca, que chocan en el cielo. Y al relámpago le
sigue el trueno, el ruido, el llanto de la barbarie, la lágrima de la luz que
da paso a las tinieblas sin que sepamos si tendremos mañana. Y con el ruido se
despierta el niño, y el viejo huraño refunfuña porque se le acabó la siesta, y
los amantes dejan de destruirse físicamente y se hacen un ovillo intentando
inventar el amor. Y el prócer se lava las manos con la pastilla de lavar la
ropa, la misma que utilizan sus hijos para enjabonarse el cuerpo, evitando así
dejar sus huellas blancas y traidoras entre la espuma. El mundo es un baile en
el que hay que abrirse paso a empujones. El mismo vals de siempre, tan antiguo.
El verano no es más que una suma de despropósitos. La gente reparte su tiempo
entre fiestas para adormecer al animal indómito que lleva dentro o haciendo
largos viajes en busca de limpias playas en las que poner a tostar su cuerpo
sobre la arena con tal de que desparezca el blanco fúnebre que suele
proporcionar la vida, tan repetitiva. Pero sin pasarse, ya que el negro es el
color de la esclavitud. Esa gente no sabe que también es esclava, aunque le
hayan dicho lo contrario en un libreto que le echaron en el buzón gratuitamente
para que leyera las condiciones, que nunca se cumplen. El mundo es una cosa de
mucho libreto, como la ópera. Cuatro frases y…, el éxtasis, la rendición. Pero
hay que tener muy claro que lo único que define a la esclavitud es el miedo,
que es la distancia que hay de la luz a las sombras que tenemos dentro. Y en
esa disyuntiva, unos personajes opinan que el mundo es una prolongación de la
nada, y otros, los más realistas, que la vida es una derrota aceptada, algo que
ya dijera Adriano en su día.
Vuelve el circo que han montado los políticos y
suenan los himnos, como si el universo tuviera que descansar sobre una canción.
Continúa la farsa, entre Hamlet, cuatro cómicos y un clásico. Pero sabemos que
detrás de nosotros no hay nadie. Somos los hombres desnudos que nos preguntamos
adónde vamos. La demagogia sigue manchando todas las verdades del mundo. Es la
hora de los inoportunos, de los vagabundos con los pies descalzos, de los que
andan de puntillas con los zapatos en la mano, mientras miran cómo el viento
ondea la hierba componiendo la única bandera que crece en el sitio que le
corresponde. Las palabras como la vida necesitan tener sentido porque, de lo
contrario, como en las malas películas, los techos se derrumban a espaldas de
los héroes. Sólo hace falta valorar el riesgo, tener un mundo y algo de clase.
Entonces, puedes atreverte a contarlo. Lo único realmente necesario es tiempo.
Y, más que talento, buen gusto. Como dijo Rimbaud: “la vida es la farsa que se
desenvuelve con ayuda de todos”. En cierto modo, he aprendido a ser un buen
viejo, que ni miente, ni perdona, ni inventa.
Ya no hay lazos que me aten a nada. La memoria ha
ido a parar al cesto de los papeles para que el corazón no se agriete de nuevo
y cruja como un iceberg. He dejado de vivir estremecido para poder venir hasta
aquí desde el fin del mundo.
Espero que la vida me visite en otro momento más
idóneo.
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