Corre el verano de mil novecientos sesenta y siete. Es un
martes de agosto, como el de hoy, cincuenta y tantos años antes. Tabaqueros,
una aldea cercana al río Cabriel, en plena Derrubiada, vive sumida en su rutina
diaria. La emigración ha dejado la pedanía casi vacía. Algunas casas no son más
que tristes ruinas. La escuela cuenta con siete párvulos y una niña de séptimo
de Primaria. El único bar, lleva ya dos años sirviendo de granero. La tienda de
comestibles, con un altar improvisado, ha pasado a ser la iglesia. La luz sigue
sin llegar, de ahí que, con la llegada de la noche, los carburos y candiles no
tengan un merecido descanso. De la televisión, ni asomo. Y lo único que llegan
son unas cuantas noticias a través de un transistor portátil y a pilas que
suele conectar Eloy cuando le viene en gana, sin contar las cuatro cartas cuyo
encabezamiento reza como sigue: -”Querida familia: Tan sólo dos letras para
saber cómo estáis. Esperamos que al recibir la presente disfrutéis de buena salud.
Nosotros bien, G. A. D”.
Aquel martes de mil novecientos sesenta y siete,
como todos los martes, se recibía el correo. Cerca de las doce, la apacible
atmósfera quedó quebrada por el ruido del motor de la Guzzi de Gregorio, el
cartero, que irrumpió en la calle principal levantando una inmensa polvareda.
¡Griiii! ¡Ffff! ¡Griii! Detenido el cacharro, el alfaqueque se apeó de la
motocicleta y la dejó apoyada sobre el tronco de un árbol que huía hacia el
cielo y que echaba sus raíces frente a la casa de Higinio y Virtudes, los
padres de María. Gregorio, después de dar los buenos días a los dos ancianos,
se puso a rebuscar en el interior de la manida guayaca de cuero: -“Esto no;
esto otro tampoco...¡Aquí está!”, se dijo para sí. Carraspeó y leyó en voz alta
el nombre y los dos apellidos de María, y le entregó la carta a Higinio. Acto
seguido, se descolgó la cartera del hombro, sacó un pañuelo estampado del
bolsillo derecho y trasero del pantalón, y comenzó a secarse el sudor. Virtudes
le acercó el botijo y durante un rato, en un trago largo y con temple, con el
agua que salía de aquella arcilla blanca que traían los alfareros de Medina
Sidonia, no dejó de hacer música.
Rosa Mariscal |
Al marchar Gregorio, el silencio volvió a inundar las calles
de una calma chicha que convertía aquel paisaje en una irrealidad, que sólo era
interrumpida por el murmullo de las azadas a lo lejos, el ladrido de algún
perro, el vuelo azaroso de moscas y abejorros, y por las sinfonías de las
chicharras. La actividad había que buscarla en las huertas, donde, cuantos
habían decidido quedarse, trabajaban sin descanso: Macario, que era de buen
conformar; Avelino, que siempre iba más tieso que un palo; Fernando, que se
había comprado una mula mecánica -una Bertolini- y los días de intenso calor,
cuando labraba, le temblaba la sonrisa, distorsionada por el gasoil; Matías,
que no crecía ni con el tiempo ni la edad; Ángel, que hablaba abrumado y
grueso; Enriqueta, la viuda de Jesús, que sacaba adelante a su familia
rodeándose de trabajo, felicidad y decoro; Esteban, que, en su afán de llegar
pronto a rico, sacaba a pastar en plena madrugada a los chivos y a dos pavos;
Andrea, a la que le había dado por los pepinos, porque decía que era lo que
mejor se vendía los lunes en el mercado; y por último, completando esta
cuadrilla de braceros ímprobos, María, la hija de Higinio y Virtudes, una mujer
joven y soltera, entregada a la tierra y al destino. Todos los días del año, ya
fuese por la mañana o por la tarde, bajaba hasta las huertas para llevar a cabo
la faena que tocase, según la estación: regar las judías y las dos hileras de
lechugas; cavar; sembrar; quitar el sapo a las patatas o a las carbas de
pimientos... Una hora, otra ..., y así hasta que el cansancio le hacía dejar la
azada y detenerse junto a la acequia para achicar el sudor que resbalaba desde
su frente hasta el cuello, y que, por momentos, se colaba entre sus pechos. De
paso, con la fresca y la abundante agua de las acequias, se irrigaba un poco
los muslos. Era la única fórmula que conocía para sobrellevar el calor
reinante. Unos años atrás, pensó en irse a la ciudad con su pretendiente,
Pedro, el hombre que amaba, pero la rapidez de los acontecimientos, la
oposición de los padres de ambos si no había una boda de por medio...
Inconvenientes que dieron al traste con aquel sueño. Sin nada firme, María se
quedó.
La vida se reducía a un presente tan rabioso que
no quedaba un hueco para pensar en el futuro. Así lo creía la mayoría de
vecinos de Tabaqueros, que, por aquel año, ascendía a 59.
Los niños, sin embargo, ajenos a esta realidad, en cuanto
salían de la escuela, pasaban calle abajo con una galera que habían hecho con
un cajón medio roto, unos botes de hojalata, el foco de una bicicleta, cuatro
ruedas de un patín y unos cuantos plásticos de los sacos del abono. Una y otra
vez, a lo largo de la cuneta, la iban llenando de hierbajos y flores. Era
entonces, también, cuando las calles de tierra se llenaban de orines y
excrementos de animales, y regresaba a ellas el murmullo y el ajetreo, y los
saludos en el ir y venir, saludos tan secos y cortos que parecían más graznidos
que saludos. A pie la mayoría: tirando de ramales, de mulas cansinas; el pastor
acorralado de cabras ojerosas, traviesas y vociferantes; el maíz y los ajos
tiernos a lomos de la burra, acoplados en las zainas; el cestillo en la mano
-con la tartera y la botella de vino en su interior, ambas casi vacías- y el
legón sobre el hombro; y luego, en la cola de este desfile, la rueda chillona
de una carretilla repleta de hortalizas y una destornillada bicicleta en cuya
grupa renqueante viajaba un saco de patatas, más el fardel grisáceo que colgaba
de su torcido manillar. Y, en fin, era entonces también cuando esas calles se
llenaban de un mínimo de vida bajo el tórrido sol del verano, un martes, antes
de comer.
En todos los hogares de la aldea se come sobre la
una del mediodía. En casa de María, como en otras casas, la mesa ya está
preparada. El ambiente es sombrío. Virtudes, la madre de María, anda dándole
las últimas vueltas a la comida; Higinio, el padre, por su parte, ya está
sentado, degustando un chato de tinto. Al instante, se oye el gruñir lastimoso
de la puerta. Es María, que llega. Desde el fondo del pasillo, se le oye decir:
-”¡Uumh, uajx, qué bien huele eso!”. Ya en el comedor, mientras se quita el
pañuelo del cuello y se sienta, dice, dirigiéndose a su padre:
-¡Qué calor ha hecho hoy! Si no llueve, habrá que
regar más a menudo.
Su padre, sin dejar de escucharla, hace verdaderos alardes
por mojarse los labios con las escasas gotas de vino que le quedan. Al bajar el
vaso, advierte resignado:
-¡Ea! Pues habrá que regar. Es nuestro sino. O
llueve o…
María, tan sedienta como sofocada, se echa agua en un vaso.
Su padre, entretanto, se mete la mano en el bolsillo interior de su chaleco y
saca del una carta.
-Toma, es para ti.
María, alarga el brazo y, algo confusa, coge la
carta. Es leer el remite…y, en una décima de segundo…, sin esperar más, rauda,
se levanta, abandona la mesa, sale disparada del comedor y, desde el pasillo,
grita con fuerza…: -“¡Comed vosotrooos...! ¡En seguida vuelvooo...!”.
Con un galopar frenético y sin dejar de mirar la
carta, corre y corre por las veredas y los campos, de senda en senda, sin que
nada ni nadie pueda detenerla. Y así hasta que por fin llega al lavadero, sin
aliento. Se sienta entre la vegetación, respira un par de veces en profundidad,
abre el sobre y…, sin más preámbulos, sus ojos penetran en aquella misiva o en
aquellas palabras, después de tanto tiempo.
La voz de Pedro retumba en el paraje, en el
pensamiento de María, en su sueño eterno. La carta ha sido fechada cuatro días
antes en Alfafar, un pueblo de Valencia, donde Pedro trabaja en una empresa de
maderas. No hay dudas, es de él: de su puño y letra. Le han concedido un piso
de protección oficial en un buen barrio. Ya tiene puestas las cortinas, las
lámparas, tres mesitas y dos camas. Siempre le ha fascinado la idea de un
hogar, y tener hijos, e ir labrándose un patrimonio propio. Incluso ha estado
mirando un coche. Y con lo que ha conseguido ahorrar, que asciende a 18.640
pesetas, ha abierto una cartilla en Correos. Atrás queda la guadaña, la azada,
el pastoreo; atrás queda el tiempo, el largo silencio, las conjeturas, la falta
de valor y la distancia, como posibles razones de fallidos encuentros.
¿Son ocurrencias y sucesos reales o ironías propias de una
imaginación desbordada? La mirada de María todavía sigue anclada en la hoja que
tiene entre sus manos como si con ello intentase descubrir al verdadero Pedro,
queriendo saber o adivinar si aquellas palabras son ciertas y, de una vez por
todas, deja de ser centinela de su soledad. Avanza la lectura y aparecen las
preguntas. También los sueños: -“¿Nos reuniremos de nuevo? ¿Intentaremos
rehacer todo...?, ¡Ay, no sé…! ¡Qué nervios! ”.
Como la princesa que encuentra al náufrago, quería
reconocerlo por el tacto, individualizarlo de los demás sin que hubiera lugar a
equívocos. Por eso se hundía la mano que le quedaba libre en sus propios
cabellos, sintiendo que era la mano de Pedro la que le acariciaba. Luego, sin
pudor, pedía que esa misma mano llegase a unos dominios desconocidos hasta
entonces. Y entonces, sin reparar en los botones, María se arrancó de cuajo la
blusa para secarlo, apretándolo contra su regazo y meciéndolo entre suspiros, sílabas,
nombres... Pero todo esto no eran más que piezas sueltas que María había
descifrado imaginariamente de aquella significativa misiva remitida por Pedro.
Cuando, por fin, María dejó de ver gigantes y leyó
realmente aquella hojuela que venía dentro del sobre de aquella carta, las
lágrimas resbalaban por su rostro como cataratas. Era un llanto desconsolado.
Mientras lloraba, no cesaba de darle vueltas a aquel papel, cuyo contenido, en
realidad, no era más que una única línea, donde decía:--”Me caso el once de
septiembre. Quería que lo supieras”. Todo fruto de la imaginación, de la
espera, de un deseo que inventó palabras, situaciones; que necesitó creer en
quimeras... Piruetas de un amor que se negaba a morir, que necesitaba hacer
suyos cada huella, cada soplo... Ella era la niña que lo amó desde siempre.
Pero nada había sido posible: salir de la aldea; crear una familia; dejar de
estar sola... Mañana, de nuevo, le esperará la huerta, el trabajo…, pero ya no
será ella, sino una silueta que el sol dibujará en el aire. Cada noche, las
imágenes de ese sueño no serán más que sombras y fantasmas que danzarán en un
laberinto. Una y otra vez, se sentirá perseguida por la necedad y el miedo. Y
allí, en Tabaqueros, asistirá a una vida marchita, embelesada en el halo de un
destino que no pudo esquivar.
1 Comentarios
¡Me encanta!
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