LA BOLSA O LA VIDA




 

El  mundo ha sido sepultado por el plástico. Botellas, pajitas, tampones, cajas, preservativos…, y las bolsitas de la compra. “La bolsa o la vida”, nunca mejor dicho, donde está en juego nuestra salud, la salud de los mares, de las montañas… Partículas o “microplásticos”…,   derivados de la descomposición de los residuos…  En el horizonte hay escrito un  nuevo desafío: una sociedad sin bolsas de plástico. El polietileno, que se creó en el año 1933 en una planta química de Northwich, Inglaterra ( aunque en 1900 ya se había llegado accidentalmente  a una síntesis del mismo a partir de diazometano), cuando lo que se pretendía con ello realmente era proteger el medio ambiente. Y para más inri, tenía que ser en Northwich, la ciudad medieval que fue la primera en dar refugio a los escritores perseguidos o amenazados  en su país de origen. Qué paradoja. Y desde entonces, no sabemos cómo librarnos de ese invento o de tantos otros que nos invaden sin sentido. Hay que hacer oposiciones a una vida sin lo superfluo, sin envoltorios, desnuda..., vivir en un oasis ilustrado y lleno de palabras, sin necesidad de que un libro, por ejemplo, tenga que estar forrado con un plástico. Y de nuevo a vueltas con el plástico,  que sale hasta en la sopa, o se nos cuela un  pixel en los fideos, la unidad más pequeña, el punto..., la cápsula del tiempo donde metemos los alimentos, la caja, el féretro de nuestra existencia, porque de siempre nos gustó empaquetar los objetos, los recuerdos y sobre todo los sentimientos. Y los forramos de plástico para que dejen de respirar y mueran. A diario  empaquetamos la vida en quince minutos. Empaquetamos las cosas materiales, lo emotivo, el regalito, la sorpresa, los ideales…y, sin embargo, sabemos que nos iremos desnudos, subidos en la barca de Caronte, que nos llevará a la otra orilla, donde no hay plásticos.   

Usamos más de 144 bolsas de plástico al año, tantas como  Chucky, el muñeco diabólico, que tiene sus seguidores de culto, y al que Tiffany Valentine, su amante, cuando van a hacer el amor, le dice: ―”Chucky, ponte la goma”. Entonces, éste le contesta: ―”¿Para qué, cariño, Mi Chucky,  si ya somos de goma…?”.  Hemos sido superados en todos los sentidos por el “packaging”, esa moda de embalarlo todo con vibrantes colores, para que sea llamativo y alegre, aunque le quitemos su libertad. La vida ha perdido emoción y necesitamos recuperarla haciendo de un objeto algo deseable: el regalo perfecto. Y para conseguirlo lo envolvemos y lo volvemos a envolver, y le colocamos un lacito y…, una pegatina, la guinda, que no podía faltar. Y ya sólo queda preguntar: ―”En efectivo o con tarjeta…?”. La VISA, que, por cierto, también es de plástico, de cloruro de polivinilo,  y que a veces se derrite al pasarla por el datáfono, dada la desorbitada cantidad que nos han cobrado en nuestro intento de evitar el cash y de encerrar las cosas, con lo bien que están sueltas, libres. Diseño y emociones. No lo olviden. De eso va la cosa. Y de dinero. Importan los resultados económicos.  Los otros, no interesan. Ni las consecuencias ni los desperfectos, tampoco.

El envase, la capa, el forro… La vida en un atadijo o en un lío; el producto/los productos embalados en un paquete para que ganen en apariencia y en el estuche no se aprecie  de qué va la vaina: envases para una menudencia o para un par de plátanos o dos tomates maduros para rallarlos. Todos con su plástico transparente, revistiendo al producto para que del resto se encargue la mirada, que observa la forma en la que van presentados esos alimentos, su apariencia, que es lo que importa, sin detenernos en la calidad, el precio, o cuántos fueron los intermediarios que hubo  hasta que el producto llegó a nosotros… 

Somos plástico, una pieza más en esta cadena de valores, el mismo que va a parar al agua, al aire, a la sangre, a la comida… Cada día le vamos inyectando más plástico a la tierra para que se muera lentamente.  Nadamos en él, caminamos sobre él, lo ingerimos e incluso podríamos decir que lo respiramos… El objetivo no es otro que asfixiar el planeta. Podríamos decir que estamos viviendo una aventura “muy plástica”, un viaje de polímeros. Decimos que reciclamos, que somos  verdes, “bio”…, pero le hacemos el juego al sistema. Pura hipocresía.  El impacto medioambiental es descomunal. El problema está en no querer ver lo que sucede, porque, de aceptar esa realidad, quedaríamos en evidencia al comprobar  que nuestras ideas también son de plástico. La estrategia es sencilla: meter la vida en una caja, ya sea llena de vivos o muertos.




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