Yo soy el viento, el mismo que siempre vivió en esta cueva. Nací en
las montañas de la sierra de La Tagardilla. Me pasé años azotando a toda la
comarca. No sabía vivir en silencio. Las gentes me miraban
con recelo. Los campesinos me odiaban; las mujeres
rezaban; los niños me temían... A menudo, los vecinos se
reunían en la iglesia de San Bartolomé para implorar a los Santos. Y los no
creyentes, tenían su liturgia, y se lo pedían al sol o a la luna. O
dejaban sus súplicas en el hueco de un árbol… Algunos le rogaban a
la lluvia que me hiciera llegar sus ruegos.
Mi ira despreció la belleza de esta comarca. Mis alas creaban
sombras. Tuvo que ser Jorge, aquel niño valiente y estrábico, el que me hiciera
comprender que mi soledad era una cárcel que se cerraba por dentro. La
puerta siempre estaba abierta. El que me salvó, fue el niño zurdo y pelirrojo. Hoy es ya todo un hombre. Aquella tarde, él
me trajo de nuevo al mundo.
Sé que en estos momentos no estoy hablando con nadie, que todo se perdió
hace muchos años. Durante un tiempo escuché los sonidos de la fragua, y el hierro y el yunque. Y el de los carpinteros: la
madera aserrada y claveteada. No era un sueño. Todos
participaron en la construcción de aquel carruaje para subir hasta la colina. Querían que los dejase en paz. Pero un día todos abandonaron y el carruaje se quedó sin construir. Las
esperanzas se rompieron. Y me llené de cólera. Las gentes no tuvieron
valor para enfrentarse a sus demonios. Prefirieron huir. Así que yo me
aferré de nuevo a mi soledad. Hubo quienes se atrevieron a
dispararme con una escopeta de caza. El odio estaba presente. Y el grito
sonaba en la colina y los salmos en los templos. Y la violencia en el crepúsculo.
Pero el primero de todos los gritos fue mi grito. Pero no
sirvió de nada. Yo los estuve esperando. Necesitaba que me perdonasen,
pero decidieron quedarse en la calle, a las puertas de la fragua o marcharse a
sus casas. La carreta estuvo desde el amanecer enganchada a una aijada de
caballos. La luz atravesó la mañana. Esperé ansioso el perdón, pero ellos se habían vuelto ciegos. Bajaron los brazos y dejaron de luchar por la tierra.
Todavía me sigo preguntando por qué.
Durante un tiempo, continué subiendo por las barrancas. Pensé
que por ahí subirían los sueños. Yo rascaba hasta en las piedras como un
cuchillo recién afilado. Quería que me oyesen, que les importase. Pero todos
torcieron la mirada.
Una vez aquí fue el principio, pero decir el “principio” sería
un comienzo demasiado perfecto. Estaba la esperanza en las cosas, incluso en
las más simples. Sobre todo en esas cosas que uno piensa al cabo de un día y
que se van acumulando sin resolver. A veces tenía la esperanza de que don Mario
subiría hasta aquí. O que Sebastián me daría una oportunidad. O Ramón, el de la
tasca... Incluso a desear que François Bernat dibujara un cielo por donde se paseara el viento, que soy yo. Era una manera
de decir que quería seguir aquí y creer en las leyendas que inundaban estas
tierras. Una tarde, de la oscuridad, nació un camino para la luz.
Veo al niño pelirrojo y me veo a mí mismo. Estamos los dos sentados en la cornisa de la colina contemplando la majestuosidad del valle.
No hacían falta ni las palabras.
Hace ya algún tiempo que reina el silencio en la comarca de La Tagardilla.
Ya no tengo a quienes susurrar. Por eso les hablo a las nubes y escribo todas
estas cosas en el cielo. Mi intención es que lo lean los humanos. También las
aves. Las palabras se hacen más grandes con el paso de los días. Aquí no hay
nadie, pero miles de ojos andan por ahí.


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