EL PODER DE LAS PALABRAS

 

                                                     





En este Madrid urbano, las cloacas del poder siguen teniendo el mismo olor que el de la traición. Como decía Gloria Fuertes: ―”Madrid es mi asfalto”. Luego, cada cual lleva interiormente su novela, su relato íntimo y, una vez que lo ha terminado de escribir, lo echa a la Fragua de Vulcano para que arda, como se echa la forja de todo rebelde o la trastienda del poder, que siempre está bajo custodia, para evitar que se reflejen los códigos de la moral reinante. Por supuesto que, si viene a camino, esa novela que llevamos todos en nuestros adentros, la podemos presentar a premio, porque, con anotar  la lista de la compra y pasar  a la libreta los pos-its que tenemos pinchados en la pizarra de corcho,  igual cae la breva y nos  dan el premio. Además, según he oído, no te obligan a hacer  literatura; sólo hay que  escribir, que es una cosa entre el garabato, la IA y echar mano de los apuntes  de cuando la "uni". Ni tan siquiera es necesario redactar. Eso sí, aquello tiene     que quedar, al menos,  limpio, o blanco..., de poder ser,  blanco nuclear. Luego, con un poco de picardía, entre página y página, cogemos y metemos  unas cuantas hojas ardiendo y cuatro anécdotas de un par de canallas,  y..., visto para sentencia,  porque todo eso vende, que es de lo que se trata, del mercadeo, aunque con ello traicionemos la palabra, y les demos la espalda a los escritores que honran la literatura,   pues hemos de saber que, hoy en día, los libros son un producto banal, también papel al peso, resmas preparadas para ir a la hoguera,   que, si por un casual, vinieran mal dadas, podríamos venderlas. Hoy escribe hasta el Tato, sea con la ayuda del negro literario  o sin él. También porque nos hacen un encargo  o quizás por hacer un poco de terapia al ir contando nuestros días,  puesto que lo de escribir de siempre fue una cosa muy higiénica que aligeró bastante las conciencias. Por último, cuando ya tenemos preparado el galimatías..., ¡zas!, le damos a la tecla y lo enviamos al concurso. Entonces es cuando llegan los de la Inquisición, el tribunal que juzgará  el resultado final... No sabemos su currículo, ni  cuánto cobrarán por ello, sobre todo por hacer el paripé...,  porque hay que tener una moral muy baja, o muy sucia..., hay que tener mucho cuajo para ser miembro de un jurado cuando el premio está concedido de antemano y tú tienes que firmar las actas, en tu nombre, por tu honor, sin que se te salten las lágrimas y te invada el sonrojo al saber que estás engañando a mucha gente y menospreciando su  arduo trabajo, que  estás jugando con un montón de ilusiones y, con tu actitud,  las dejas tiradas por el suelo. Y ése eres tú, el miembro honorífico del jurado, el que firma, el que cobra por ello...  Hay que echarle bemoles a la cosa... Y tragar hiel... Bueno, o no, porque con un buen estómago, la cosa pasa fácil... No se tienen ni náuseas...

Sigamos. Los países democráticos siguen claudicando ante La Santa Sede, ante ese negocio eterno que trapichea con las almas, cuando en los bares vuelve a sonar el molinillo de café para apaciguar las tertulias, el griterío  de la parroquia, la carcoma de la palabra que llena la mañana de sobresaltos, al desayunarnos con otra noticia más,  una de esas tramas  en las que, con argucias, ensuciando las alcantarillas de la información, cuatro jinetes del apocalipsis quieren quitarle la peana al macho mitológico. Moros y cristianos, y Paquito el Chocolatero. Los ricos y los viejos pidiendo limosna a la puerta de la ermita mientras intentan asaltar los cielos quitándole la peana a un gato que tiene más de siete vidas, perdido en las catatumbas de la ciudad, mientras miran detenidamente el discurrir de las aguas del Canal de Isabel II, con ojos de un poeta.

Aperitivo en la Plaza de Cascorro y cocido de lunes en Los Galayos, calle Botoneras, donde lo sirven en dos vuelcos.  El gentío se ha tirado en brazos del hedonismo y el sistema sigue amando a los que no tienen nada que decir. Triunfa la frivolidad y los reels de Tik Tok. La vida va de unos burócratas que viven de transitar solicitudes a los nobles de paja; de Carlos III a Tierno Galván, que subió a los cielos y nos dejó en manos de la Sota de Bastos, en una pantomima  que triunfa en la Villa y Corte. La ciudad y la historia. Tiempos de motines, de la Gaceta de Madrid y el Boletín Oficial del Estado, del Despotismo Ilustrado y del desengaño, tanto como ahora, porque nada ha cambiado, excepto la luz de la mañana. La Ilustración y el Siglo de las Luces, Esquilache y los fantasma de Goya, un filme que ya dirigiera Milos Forman. Los fantasmas de siempre, los fontaneros revisando la comedia y, de paso, los desagües, mientras unos  recelan de otros y suena el viento de la calle al volver la esquina. Todo es nuevo, pero nadie escapa de lo viejo. Todo se repite. Todo vuelve, incluida la utopía, un término que maltrató el diccionario de María Moliner,  siguiendo las pautas de Tomás Moro, olvidándose de que con la utopía pasamos de Dios al hombre, del oscurantismo a la luz, de la razón a la esperanza.  

Otro día u otro lunes sin la jornada de 37 horas a la semana. Los que no dan palo al agua,  cobran sueldos de infarto y, en cada respuesta que dan a la pregunta que les hacen, va implícito algún que otro insulto  a los  trabajadores. En tanto,  los  estudios de opinión auguran que se armará la zapatiesta. Tenemos el silencio como verso, por un lado; por otro,   vuelve el control de la manada. Las realidades chocan y no se avanza. Las calles se llenan de voces hasta lograr que se forme un grito. Un día, muy de mañana,  habrá un solo grito sobre ese asfalto de Gloria Fuertes. La vida se congelará por unos instantes. Será la hora de los inoportunos y de los vagabundos, de los que andan de puntillas con los zapatos en la mano, mientras el viento irá ondulando la yerba de los campos, que es la única bandera que nace en el sitio que corresponde. El hombre que conozco es aquel que lucha  a conciencia, que lucha por rabia, quizás por  resentimiento, contra la moral establecida, cuando la única intención es ser libres, libres al atardecer de este otoño, cuando las luces se detienen en la mitad de nuestros cuerpos, porque ya no llueve. De Satie a José Ángel Valente pasando por Gimferrer, descubriendo  “cosas últimas”, que diría Barral, el mismo verso, el mismo vino,  el mismo grito que suena en toda la ciudad.  Y también un poco de aire fresco, que no viene nada mal después de recuperar la dignidad, por si la palabra y la  literatura, por una vez,  pudieran servir  para algo, y no para un puto premio.

 




 

 



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