COSAS DEL TIEMPO

 


                                    




En la casa donde vivo, las dos ventanas que dan a la calle están orientadas al poniente, lo que evita que entre el sol radiante de la mañana, que es donde mueren los sueños. Esa luz que viene del Levante, confundió a muchos, también a Sorolla, cuyo pincel tenía tantas cerdas como rayos tiene esa luz, la misma que, alguna que otra vez, cegó al artista, ya fuera pintando Granada, su musa andaluza (esa belleza mora que le hizo volver siete años después) o a la cantante Raquel Meller, a la que retrató y visitó con asiduidad en el teatro Apolo de Madrid, si bien el que de verdad tuvo una relación bastante estrecha con la cantante fue su hijo Joaquinet. Cosas del destino.

Me quedo con la luz del ocaso, más tranquila, sin tanta apoteosis, que muestra una belleza más natural. Ya de noche, en cuanto aparece el brillo de las estrellas, los mitos se difuminan, convertidos en cuatro tiznajos. Es lo que sucedió con la Garbo, cuando desapareció de la escena pública, con tan sólo 36 años. Pero, no nos engañemos, las cosas que son bellas lo son para siempre. La belleza es  como respirar.

Llueve con prudencia. Lleva unos días que el agua cae como si fuera maná y entra en la tierra para regenerarla y sacarle los enigmas que están bajos los surcos, donde los hombres sembraron dioses y leyendas apocalípticas para que el miedo dejara de anidar en sus almas. Pero la tierra se negaba y de ella brotaba la verdad, como brota un espárrago o la yerba de los ribazos, y los ababoles (amapolas), rojizos y delirantes. 

Al día siguiente, por  la mañana, bien temprano, la luz comenzó a resbalar por el horizonte, donde la hileras de cepas se adivinaban interminables y las viñas estaban insertadas unas con otras sin llegar a definir propiedades ni dueños, como si todo fuera una sola tierra, la misma en la que diariamente se trenzaba el duelo  que venía a proponer el destino. La imagen era otro monumento más de la verdad de la tierra, que el silencio de los despachos se empeñana en  borrar. 

 Desde un montículo que hacía de linde, veía cómo un agricultor se afanaba en las viñas. Estaba acompañado por su hijo, un niño de unos ocho años, que observaba el campo como un marino suele observar el mar. Cuando recuerdo ese momento,  pienso que para saber dónde está el paraíso sólo hay que mirar con los ojos de un niño. La mayoría de las veces lo tenemos delante de nuestras narices y no nos damos cuenta. Después de tanta majestuosidad, volvío la calma. Las nubes  iban cubriendo de sombras  aquellas interminables hileras de tempranillo. El cielo cubría a la tierra. También hay gente que se esconde bajo un sombrero o una gorra, como Juan Belmonte escondía a su amor, que era una mujer argentina, y judía que, harta de Madrid, cuando se quedó viuda, regresó a América. A mí de siempre me estorbó cualquier cosa encima de la cabeza. Los objetos de adorno siempre vienen acompañados de una guerra de vanidades. La frivolidad es como la voz en off en las películas, donde suele haber muchos sombreros y..., muchas apariencias.

No dejo de pasear por las calles que conozco y que amaba. Por primera vez piso las aceras como si fuera un desconocido. Quiero entender la razón pero no hay ninguna. Son cosas del tiempo; del paso del tiempo.

Las casas bajas, son todas muy parecidas. Ya estoy casi llegando… Tengo que darme prisa si no quiero emparparme de verdad. La lluvia no miente.  Sé que tengo que dejar de colgar palabras en el aire o no llegaré nunca. Pero, si dejo de hacerlo, me quedaré desnudo... Oigo ladrar al perro de Zaragatas y la risa inconfundible de Isabel, que viene tras de mí como  un icono de la felicidad. Nos saludamos. Cada cual camina con su mundo a cuestas.  Hay tantos mundos como almas en vilo. Así lo piensa Pilar, la Pilarcilla, que siempre tiene en los labios un cantar y en el corazón un instrumento, y le pone música a esta mañana que anuncia agua, mientras el cielo se va enturbiando. 

La lluvia transmite una repentina alegría a los vecinos, que,  al escuchar el sonido del agua, dejan el grifo abierto mientras lavan las hortalizas, y van creando un cruce de armonías. Es la música de la mañana, a cuya partitura se suman otros intérpretes:  la máquina de coser y la batidora con la mayonesa. Un sonido llama a otro, como una vida invoca a otra y, de esa manera, se van multiplicando las sensaciones dentro de las casas, que después se escapan por las puertas y por las ventanas de los balcones y llega hasta la calle, por donde desfilan las emociones, y  los paraguas, y los saludos, y los abrazos..., una actitud  que se contagia sin pensar, sin que nos demos cuenta, y que va llenando ese vacío que hay en cada uno de nosotros, sobre todo al despertar,  sin que haya una razón o un  porqué concreto y determinado. La vida es  un globo  que hay  que llenar de aire.






 

 

 

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